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Polémica

Libertad, liberalismo y democracia

Libertad, liberalismo y democracia (y 3)

Libertad, liberalismo y democracia (y 3)

Bernat MUNIESA 

¿Puede hablarse de democracia en sociedades donde existen amos y esclavos? ¿En sociedades donde parte de la ciudadanía está excluida por razones de sexo o condición social? ¿Puede hablarse en la actualidad de democracia en sociedades donde unos pocos controlan los mecanismos que permiten influir poderosamente en la opinión pública?

La democracia sigue siendo una aspiración de la humanidad.

Hannah Arendt

 

El tema de la democracia en sí misma, como forma de gobierno, reviste complejidad. Cuando a la democracia se le colocan apellidos, entonces deja de ser la democracia para ser otra cosa, pero ya no es la democracia. El fascismo italiano y la variante franquista impuesta en el Estado Español tras la Guerra Civil (1936-1939) se definían en ocasiones como «democracia orgánica». No eran la democracia. A las naciones de Europa oriental que, tras la II Guerra Mundial (1939-1945), quedaron integradas por la URSS en el llamado bloque soviético, se las catalogaba de «democracias populares». Tampoco eran democracias. El sistema capitalista que se desplegó en Estados Unidos desde finales del siglo XVIII y en Europa occidental a lo largo del siglo XIX adoptó, por temor a la potencia del Movimiento Obrero, un sistema democrático al que sumó el apellido de liberal. Naturalmente, tampoco eran democracias ni lo son en la época actual dominada por el neoliberalismo, a pesar de la intoxicación de los poderes políticos y mediáticos. Esa confusión fue y es letal para la democracia.

Repasando la historia, sabemos que es necesario remontarse a la Grecia clásica (siglos -VI a -IV) para hallar los orígenes del concepto democracia: fusión de demos (pueblo) con cracia (aproximadamente, poder). Fue en Atenas donde se instaló ese sistema, mientras que la vecina Esparta era una aristocracia. Sin embargo, la democracia ateniense era una falacia, pues la mujer carecía de acceso a las decisiones que sólo tomaba una élite masculina. Además, una democracia donde había esclavos, los ilotas, no podía ser una democracia. Conclusión: la tan exaltada democracia ateniense es un mito: fue una democracia oligárquica al servicio de unas élites privilegiadas que se turnaban en el poder, la pancracia. En Roma, durante la etapa de la República, es decir, hasta el siglo 1, cuando Octavio el Augusto proclamó el Imperio, funcionó asimismo un remedo del sistema político ateniense, esto es, una democracia oligárquica dominada por la casta militar.

Luego, con la descomposición del Imperio Romano se abrió la larga etapa de la Edad Media fundada en las alianzas entre los linajes de la nobleza feudal y la teocracia instalada en Roma con el Papado, que dio lugar a la fundación del Sacro Imperio Romano Germánico. Dos dichos populares definen bien esa etapa: a) cuando Adán araba y Eva tejía, entonces no habían caballeros; b) el destino de los pobres es el mismo de las cabras, o vivir como cabrones o morir como cabritos. Sería necesario llegar al Renacimiento (siglos XIV-XV) para asistir a la reaparición del sistema democrático-oligárquico con las ciudades-estado mediterráneas, como la República de Venecia, o Génova, en las que funcionaba un Senado censitario al estilo greco-romano, dominado por los mercaderes. No fueron democracias.

Un corto paso: la Revolución Inglesa

En el siglo XVII la Inglaterra de Marlowe, Shakespeare, Hobbes, Locke, Milton, Newton... vivió un largo proceso revolucionario contra la monarquía absoluta, que representaba los intereses de la alta nobleza: el rex est lex, es decir, el Trono acumulaba los poderes moderador, ejecutivo, legislativo y judicial. Este sistema fue contestado violentamente por la emergente burguesía, muy poderosa económicamente pero sin capacidad de participar en las decisiones políticas y que, además, mantenía los dispendiosos gastos de la Corona con sus impuestos. El conflicto generó el largo proceso de la Revolución Inglesa, con permanentes enfrentamientos militares. Inicialmente entre el rey Carlos y la alta nobleza frente a la alianza de la baja nobleza con la burguesía dirigida por Oliver Cronwell, quien tras una de sus victorias capturó e hizo decapitar al monarca. Sin embargo, el episodio no fue el final del conflicto, sino que este cubrió todo el siglo XVII y, a medida que la confrontación se desplegaba, emergieron otras fuerzas sociales con sus propios proyectos: los levellers o niveladores, artesanos y pequeño burgueses, comandados por Lilburne, que exigían lo que más adelante sería la democracia liberal, y también los diggers de Winstanley, que propugnaban un comunismo agrarista. Finalmente, ante el peligro que representaban Levellers y Diggers, la alta nobleza y la gran burguesía pactaron un nuevo sistema político: la monarquía constitucional, que destruyó a sangre y fuego a sus adversarios. Fue, pues, la primera revolución burguesa: nobleza y gran burguesía monopolizaron el Parlamento: sólo hablaban ellos.

Un paso largo: el nacimiento de los EE UU y las revoluciones de Francia

En 1770, las Trece Colonias inglesas establecidas en el norte de América proclamaron su secesión de la matriz Inglaterra y fundaron lo que serían los Estados Unidos. La nueva nación surgió como una República con un sistema «democrático» que inicialmente excluía a la mujer y, desde luego, a los nativos de aquel continente: las comunidades indígenas, con las que los usurpadores blancos sostendrían cien años de guerras. Fue un genocidio que ha permanecido impune. Esa nueva República nació directamente burguesa, es decir, liberal, y preñada de la teología protestante, especialmente la calvinista: el éxito en la tierra supone el éxito en el cielo, y ese «éxito» acabó siendo identificado con la riqueza. También anticipó lo que muy pronto en Europa sería el darwinismo social: la famosa «lucha de todos contra todos», prevista por Thomas Hobbes, y el «derecho» a la posesión de la riqueza por parte de «los más aptos », los más poderosos y los más astutos. Es decir, los peores.

La Revolución Francesa, iniciada con la toma de la Bastilla en 1789, dio un nuevo giro a la situación histórica occidental. Todavía resuena el célebre discurso de Saint-Just en el juicio para destruir el absolutismo: «Ciudadanos y ciudadanas, estoy aquí –dijo– para demostrar que un rey (se trataba de Luis XVI) puede ser juzgado». Danton postuló una democracia liberal estrictamente al servicio de la gran burguesía; Robespierre, un sistema de rasgos socialdemócratas, es decir, un reformismo social sin salirse de los márgenes del capitalismo; y Marat, el poder para el pueblo, sin distinciones. Instigado por el astuto Talleyrand, un general, Napoleón Bonaparte, asumió todos los poderes y se proclamó emperador de un nuevo imperio que conservó la ideología liberal (el capitalismo), pero, naturalmente, desterró la democracia. Las tensiones no cesaron y fue el desarrollo del Movimiento Obrero el factor que motivó el resurgir de la cuestión de la democracia que, uno de sus líderes, Pierre-Joseph Proudhon, hacía 1870 llamaba democracia integral (mientras, Karl Marx propugnaba el «comunismo estatalista»): un sistema que aceptaba la pequeña propiedad y se fundaba en la autogestión y el apoyo mutuo, fundamento este último de la teoría anarquista. El movimiento revolucionario obrero que dio lugar a la Comuna de París (1874) se fundó en aquellas ideas y, una vez más, la gran burguesía recurrió al ejército para aplastar la «democracia integral». Tras la masacre de 30.0000 comunards (hoy puede contemplarse el monumento erigido en su memoria en 1 cementerio parisino de Pére Lachaise), el general Adolphe Thiers lo explicó con una claridad salvaje cuando compareció ante el Parlamento para justificar la masacre por él dirigida: «señores diputados, estoy aquí para defender la libertad, pero no cualquier libertad; estoy aquí para defender la libertad de la propiedad contra la calle [el Movimiento Obrero] y el trono [la reacción aristocrática]». Pocas veces la historia se ha manifestado con tanta evidencia: él era el portavoz de la gran burguesía.

Paisaje en el siglo XX

Concebida como un hombre un voto (la mujer fue inicialmente excluida), la democracia se impuso en parte de Europa occidental como sistema político propio del capitalismo y sobre esa base se generó la democracia partitocrática (véase el lúcido trabajo del sociólogo alemán de principios del siglo XX Robert Michels: Los partidos políticos). Sin embargo, el Movimiento Obrero y las urnas, ahora democratizadas, amenazaban los intereses del sistema y sus burguesías, primero en Italia hacia 1920, y luego en EE UU y el resto del viejo continente hacia 1929, cuando el big crack capitalista estalló en Occidente. En EE UU, la inteligencia del presidente F.D. Roosevelt y las recetas intervencionistas en la economía del profesor británico J.M. Keynes, es decir, la socialdemocracia, salvaron el sistema, pero, en cambio, parte de la gran burguesía europea descubrió una nueva forma política de proteger sus intereses: el liberalismo abrió las puertas del fascismo y del nacionalsocialismo. Italia y Alemania fueron el banco experimental, con consecuencias funestas para el planeta: en 1939 estalló la 11 Guerra Mundial entre las dos formas de capitalismo, con la intervención marginal, pero efectiva, de la URSS aliada a las potencias occidentales.

Tras la derrota nazi y fascista, desde 194sla «democracia liberal» se extendió en el sector occidental del Viejo Continente (excepto en España y Portugal, donde perduraron formas fascistas). La expansión hacia el resto de Europa debió esperar a 1989-1990: el colapso de la URSS y con ella del sistema «estatalista» fundado políticamente en el partido único, llamado «comunista». Con la instalación del capitalismo liberal en los antiguos espacios soviéticos, las personas sensibles tuvieron ocasión de poder comprobar cómo nace el capitalismo, pues allí surgió de forma muy parecida a cómo lo hizo en Europa occidental, o sea, bajo los auspicios de las mafias y oligarquías (de hecho, es lo mismo) dominantes.

¿Mundo feliz, pues? Pues sí: mundo feliz, pero en la perspectiva de Aldous Huxley. El capitalismo reina en la Tierra. y con él, la hegemonía del liberalismo como corruptor de la democracia, una vez más, pero ahora, en el siglo XXI, expandida incluso por la vía militar (Afganistán, Irak...), porque bajo la máscara democrática, convertida en mera apariencia, lo que en realidad se instala es el sistema político que interesa al sistema, ahora la variante democracia neoliberal, con la hegemonía del capital financiero, un fascismo blanco o fascismo posmoderno, cuyo fundamento básico es el control de los medios de información/comunicación, que convierten al ciudadano/a en un mero espectador (véase Guy Debord, La sociedad del espectáculo; también los escritos de Noam Chomsky sobre el tema). Fascismo posmoderno, repito, que, de momento, ni quema libros ni los proscribe ni tampoco condena a los heterodoxos: basta con silenciarlos a todos. Para ello, los poderes liberal-democráticos mantienen los criterios del siempre oculto y ocultado Informe Lippmann.

El Informe Lippmann

Explica Chomsky que la función que ejercen los medios de información en la política contemporánea obliga a preguntarnos acerca de en qué mundo y en cuál tipo de sociedad queremos vivir los ciudadanos. Existen dos respuestas:

  1. aquel en el que la sociedad civil tiene a su alcance los recursos para participar significativamente en la gestión de los asuntos públicos, en un contexto con medios de información/comunicación libres e imparciales;
  2. aquel en que el Poder considera que la sociedad civil no debe interferir en su gestión, salvo en el acto de votar cada x años a sus «delegados».

Como ayer, hoy el Poder sigue actuando según las líneas maestras del célebre (y siempre ocultado) Informe Lippmann que, en 1968, el presidente de EE UU Lyndon B. Johnson encargó al afamado periodista Walter Lippmann, de origen judío-alemán. En ese informe, un equipo de sociólogos dirigidos por Lippmann introdujo el concepto del «arte de la democracia para fabricar consensos entre las élites del poder, modernas técnicas de propaganda para conseguir –dice el Informe– la aceptación ciudadana de incluso cuestiones que le son lesivas, pero que, previamente manipuladas, le son presentadas como necesarias y favorables». El punto de partida –sigue– es considerar que en la sociedad hay dos niveles: primero, el de los hombres de la «élite sabia» (textual), la cual analiza, toma decisiones, las ejecuta, las controla y dirige, tanto en el ámbito político como en el económico; segundo, el «rebaño descarriado» (textual en el Informe), es decir, la población civil, frente a la cual «la élite debe proteger los intereses de la nación» .

Con evidentes raíces en el pensamiento y la práctica de Goebbels, jefe de propaganda en la Alemania nazi, el Informe Lippmann considera que a la sociedad civil se le debe «ofrecer algo»: la fabricación de consensos, fundados en opiniones previamente inculcadas por la masiva acción de los mass media. De ese modo, hacia el «rebaño» los medios deben potenciar el emocionalismo y el sentimentalismo, para combatir la funesta manía de pensar. Como afirma el sociólogo S. Lippset (estadounidense, desde luego) a la mayoría de ciudadanos se les debe tener sentados ante el televisor durante el mayor tiempo posible, para que puedan digerir sumisamente los mensajes que se les envían bajo apariencias y estéticas diversas, siempre buscando su pasividad.

En esa línea, la «élite sabia» debe cooptar a los intelectuales: se les compra si conviene. y a quienes no se venden, se les silencia. Al sistema le interesan sólo aquellos intelectuales que son ingenieros del consenso, o sea, «que sepan justificar incluso lo injustificable, como ocurrió con las intervenciones militares en Vietnam, Laos, Camboya...» (textual). Y aquí, añado yo: Líbano, la isla de Granada, Panamá, Afganistán, Irak...

Estimado compañero lector: este tipo de sistema –repito– es el fascismo posmoderno, operativo bajo la apariencia democrática y del cual hallaríamos variantes típicas en cada país. Suma y sigue, pues.

Libertad, liberalismo y democracia (2)

Libertad, liberalismo y democracia (2)

Bernat MUNIESA

La implantación del sistema capitalista tuvo tres consecuencias fundamentales: la supeditación de la ciencia en beneficio del desarrollo y de la incipiente industrialización; la comercialización de la tierra y la conversión del ser humano en fuerza de trabajo. Ciencia, tierra y humanidad quedaron así reducidos a la categoría de mercancía y sometidos a las leyes del libre mercado.

Ciertamente, el liberalismo

contribuyó a romper las cadenas

del feudalismo.

Pero inmediatamente forjó

otras nuevas.

Harold Laski

El geólogo y oceanógrafo español Ödón de Buen afirmó a finales del siglo XIX lo siguiente en relación al liberalismo: «los liberales ofrecen libertad, pero no cualquier libertad; libertad con beneficio para uno o unos cuantos, yeso no es la libertad, es la libertad del burgués».

Comencemos por decir que la palabra liberal es equívoca. Es normal escuchar de muchas personas aquello de «yo soy liberal» en relación con sus actitudes en la vida cotidiana, en las formas de vida, fundadas en la distensión y la tolerancia. No es el caso del concepto «liberal» que supone ser partidario del liberalismo, la ideología del sistema capitalista: esos «liberales», como señalaba Ödón de Buen, sólo lo son en relación con la «libertad» de explotar el trabajo de los demás, de depredar la Naturaleza y de corromper la democracia como forma política, que tuvieron que aceptar muy a pesar suyo en la segunda mitad del siglo XIX.

Las obsesiones liberales

En el cambio de siglos del XVIII al XIX en Gran Bretaña, como ha señalado Karl Polanyi, había una gran acumulación de capital producto del lucrativo y depredador primer colonialismo. Ese factor se conjugó con el proceso de desvinculación o desfeudalización de las masas campesinas respecto de la tierra: una fuerza de trabajo disponible. También había otros factores: por ejemplo, la pasión de las nuevas élites (la gran burguesía) por la utilidad, entendida como «negocio» o «beneficio». Arrancó, pues, una nueva práctica económica que los utilitaristas decían que se fundaba en el mercado libre y autorregulado. Sobre esa práctica económica, o sea, el capitalismo, se desplegó una ideología, el liberalismo, y de ambas se configuró una supuesta «ciencia» llamada Economía Política, de la cual el premio Nobel de Economía de 2003, Joseph Stiglitz, afirmó: «la llamada Economía Política no es otra cosa que pura ideología de las élites depredadoras».

En el transcurso del despliegue del nuevo Sistema, el Capitalismo, tres fueron las obsesiones primordiales: rentabilizar la ciencia, concretamente la Física de los Galileo y Newton, y los nuevos descubrimientos que daban lugar a la Química (Lavoisier, Dalton); comercializar la tierra, y comercializar al ser humano. Fueron tres procesos simultáneos.

A las Ciencias Naturales los liberales comenzaron a despojarlas de su verdadero objetivo: desvelar las leyes de la Naturaleza para poner ésta al servicio del colectivo humano. La suplantación dio lugar a la llamada Ciencia Aplicada, es decir, la Tecnología, y la ciencia comenzó a convertirse en Tecno-ciencia, uno de los fundamentos de la industrialización. ¿En beneficio de quién? En beneficio de la empresa privada, capitalista y liberal. Convertida en Tecnología, las Ciencias Naturales se convertirían –y así sigue– en un instrumento al servicio del lucro privado que a la larga han generado las grandes corporaciones multinacionales que hoy gobiernan el mundo junto a los capitales financieros. Resumiendo: el capitalismo liberal hizo que las Ciencias Naturales se convirtieran en una propiedad más de los intereses de la burguesía.

En los orígenes del capitalismo liberal por Naturaleza se entendía la tierra, ligada a la producción agrícola, a la explotación minera, el subsuelo, y a la construcción, es decir, el suelo. (Hoya ese conjunto se le suman el aire, el clima y el agua.) Durante el feudalismo el concepto de riqueza se identificaba con la posesión de la tierra, pero con el capitalismo liberal surgía otra fuente de enriquecimiento y poder: la industria. Todo, tierra e industria, debía de estar al servicio del mercado autorregulado y libre, tras el cual se ocultaba la mano invisible anunciada por Adam Smith en La riqueza de las Naciones, es decir, la mano del capitalista y propietario de los medios productivos, esto es: la mano del ladrón (Proudhon dixit). Sin embargo, la tierra no era -y no es- un bien físicamente transportable: está donde está. Los valores burgueses, lucro y privacidad, se apropiaron de la tierra para: comercializar su producción agrícola, comercializar la producción del subsuelo, o sea la minería, y para comercializarla entendida como espacio edificable, es decir, como suelo (hoy su explotación bajo el neoliberalismo alcanza las máximas cotas de especulación y corrupción). Para Jeremy Bentham, ideólogo del liberalismo: la prosperidad de la tierra tiene una condición: eliminar la heredad, los diezmos y sobre todo las tierras comunales; hemos de promulgar la libertad para manejar la tierra, base de la verdadera libertad. O sea, la libertad entendida mercantilmente.

La aplicación de esa «libertad» a la tierra acabaría generando, dentro del propio capitalismo, una oposición: el proteccionismo, otro tipo de visión burguesa.

La otra, y fundamental, obsesión fue comercializar al ser humano, arrojarlo al mercado «autorregulado y libre» para ser tratado como mercancía y como tal explotado.

La separación del trabajo de otras actividades, su conversión en mercancía y su sometimiento a las leyes de aquel mercado que ni era autorregulado ni libre supuso el aniquilamiento de formas orgánicas de existencia, el grupo familiar, las instancias comunales, parroquiales y vecinales, y su sustitución por el individualismo, la atomización y la disgregación: la soledad en la jungla capitalista. Las ciudades británicas (y muy pronto las de Francia, ambas primeras sedes del nuevo Sistema) se poblaron de centenares de miles de personas desvalidas, enfermas y/o explotadas salvajemente en aquel mercado libre y autorregulado. En 1818, el poeta y aristócrata romántico lord Byron, diputado por linaje en el Parlamento censitario británico, se levantó y denunció que «el espectáculo que estáis propiciando en las calles de Manchester, Liverpool y Londres es indignante, intolerable y vergonzoso». Las respuestas de los diputados burgueses fueron burlas y risotadas. Años después, en la Asamblea Nacional francesa, en 1850, se repitió la escena, con Victor Hugo: «Tomaos la molestia, señores diputados, de disponer de unas horas, venid conmigo, y os haremos ver con vuestros propios ojos y tocar con vuestras propias manos las llagas, las llagas sangrantes de la miseria que produce el sistema económico del que sois vosotros los responsables».

Eso fue lo que el capitalismo/liberalismo ofrecieron como brutales «novedades» al hombre y la mujer blancos, es decir, los europeos.

¿Qué ofreció el Sistema a los hombres y mujeres cobrizos, negros o amarillos? El colonialismo británico (y el francés), al llegar a las aldeas asiáticas y africanas, lo primero que hizo fue introducir el flagelo del hambre que aquellos pueblos desconocían, salvo por causa de cataclismos naturales. Por ejemplo, talaban los «árboles del pan» y sembraban sal en los cultivos con el fin de crear escasez artificial. También, a los nativos les imponían un tributo sobre la vivienda que ocupaban por tradición de generaciones (chozas, chabolas): para pagarlo les ofrecían un trabajo en las minas a cambio de un parvo salario. Todo con el respaldo militar con que los colonialistas imponían el mercado libre y autorregulado. Creando escasez y dificultades obligaban a los nativos a «ofrecer» su trabajo en condiciones de explotación sin límites. Se trató de introducir el individualismo en las tribus africanas, las aldeas indias y las comunidades oceánicas para romper las cohesiones sociales.

El dogma liberal y sus falacias

El primer precepto del dogma liberal era (y es) que el mercado es la sede de la libertad por excelencia (Adam Smith, Jeremy Bentham dixit). Que en él concurren hombres libres, los empresarios, para intercambiar sus mercancías. En el mercado hay una dialéctica interna entre oferta y demanda. Si vendedor y comprador no encuentran en el mercado el precio al que aspiran, nadie, en efecto, les obliga a comprar y/o vender, y pueden esperar una mejor coyuntura. Por tanto, todas las mercancías y sus poseedores acuden al mercado en estado de libertad. He ahí el porqué del mercado que se autorregula y es libre.

Mas, ese mercado no es libre para todas las mercancías. Fueron ellos –y son hoy–, los liberales, quienes incluyeron la fuerza de trabajo, o capacidad de trabajar, como una mercancía más, la cual, afirmaban –y cínicamente afirman– sigue la ley de la libertad en el mercado: es vendida a cambio de un salario. ¿Quién es el «propietario» de esa mercancía? El trabajador. Y ocurre que el trabajador si no puede vender esa su mercancía no le sirve para nada y es, además, altamente perecedera, pues si no es «vendida» a cambio de un salario, su propietario no puede alimentarse ni cobijarse ni vestirse: la capacidad de trabajar se deteriora. Consecuencia, el trabajador acude al mercado forzado para venderse, debe vender su trabajo forzosamente.

No acude, pues, el trabajador en estado de libertad: acude en estado de necesidad. No es libre. Y el comprador de la mercancía «trabajo», el empresario, especula con aquella «necesidad», estando, pues, el trabajador obligado a aceptar el salario que le ofrecen.

El mercado, pues, no es la sede de la libertad

Tampoco es autorregulado. Dejado a su libertad total, en el mercado se produce un combate feroz entre las propias empresas, las cuales ambicionan lo que llamaban y llaman –los liberales– la máxima cuota de mercado. Todo es válido en esa guerra económica: las empresas más fuertes destruyen a las más débiles o las absorben. Es la tendencia al monopolio: tal es la autorregulación, desastre que a lo largo de la historia ha obligado a los Estados/Gobiernos a intervenir precisamente para regular el mercado que dejado a su albur enloquecía. (En el próximo artículo abordaremos la cuestión del intervencionismo estatal.)

Otra tesis del dogma liberal ha sido –y es– el del individualismo. Decía el filósofo y pater magíster Jeremy Bentham: «Si cada uno se ocupa de sus propios negocios, el resultado será la felicidad universal» (eslogan que recuperó en los años setenta la señora Margaret Thatcher). Otra falacia, pues es dudoso que del egoísmo pueda derivar la felicidad: de esa suma de egoísmos ha derivado la explotación del trabajo humano, el afán de lucro sin límites del empresariado y los ejecutivos que se autoasignan salarios astronómicos, y la depredación de la Naturaleza: los tiempos actuales de la llamada Globalización neoliberal son excepcionalmente válidos para entender la filosofía del liberalismo; por la ideología sigue siendo la misma. Bentham también solía decir que a veces es más importante un policía que un diputado: natural, se refería a los momentos en que los explotados decían ¡basta! Curioso sentido de la libertad el de esos liberales. ¿Qué libertad?

Las «conjuras» antiliberales

Para frenar os desmanes que generaba el capitalismo liberal, ya en la primera mitad del siglo XIX surgieron oposiciones antiliberales muy diversas.

En primer lugar, la burguesía «proteccionista» de numerosos países del continente ligada al nacionalismo, que observaba la deriva librecambista como una crisis de la propia identidad, además de poner en riesgo el llamado mercado nacional, que debía ser protegido. Los proteccionistas eran capitalistas, burgueses, pero no liberales en el sentido total de la ideología.

En segundo lugar, el Movimiento Ludita, embrión de movimiento obrero que en los años de 1820 se orientó hacia la destrucción de la máquina, símbolo de la nueva explotación burguesa.

En tercer lugar, el movimiento oweniano (1830), fundado en la concepción social y económica de Robert Owen (un empresario del textil). Surgió en la propia Gran Bretaña como alternativa al liberalismo y sin renunciar ni a la máquina ni a la industrialización, las cuales puso al servicio del trabajador a través del cooperativismo. En las cooperativas owenianas la educación era gratuita, los trabajadores disponían de las Tiendas o Bazares alimentarios, la vivienda era también gratuita, y cuando en las épocas de crisis falta trabajo, los obreros eran mantenidos en la nómina. Junto a esto, el owenismo fundó los cinturones de defensa del trabajador, el sindicalismo, del que nacieron las Trade Unions. Décadas después, el anarcosindicalismo demostró haber aprendido mucho de aquel movimiento precursor.

En cuarto lugar, el movimiento cartista, desplegado también en los años de 1830 en la misma Gran Bretaña. Dos millones de personas enviaron una Carta al Parlamento censitario británico exigiendo el sufragio universal democrático (masculino; la lucha por el sufragio femenino vendría después). Aquel Parlamento, al que sólo tenían acceso el linaje y el dinero, ridiculizó la demanda y amenazó con la intervención militar.

Todos, todos, fueron catalogados por la élite liberal británica como miembros de una «conjura contra la libertad»: luditas, owenianos, cartistas, nacionalistas e incluso los burgueses proteccionistas. También eran «conjurados» los gobernantes burgueses que para paliar situaciones sociales explosivas se veían obligados a adoptar medidas de contención contra el liberalismo, como la promulgación, en años de 1830, de la Ley de Pobres, en Gran Bretaña. Debe saberse que en 1860 y 1861 respectivamente, los Gobiernos burgueses de Francia y Gran Bretaña decidieron la vacunación general de la población contra la viruela. Los liberales, en el Parlamento británico, clamaron que era un acto contra la libertad. Lo mismo ocurrió cuando pocos años antes aquellos Gobiernos, burgueses, realizaban inspecciones de las fábricas para mantener unos mínimos de higiene, obligando a los empresarios a limpiar las chimeneas fabriles. Y también cuando en 1860, definitivamente unas leyes prohibían el trabajo de niños menores de doce años en las fábricas. Y en 1877 el ultraliberal sociólogo Herbert Spencer afirmó en una editorial de su revista The Economist que todo aquello respondía a una conjura contra la libertad. Y el mismo Spencer fundó una efímera asociación para oponerse a un decreto gubernamental que creaba en Londres un Cuerpo Municipal de Bomberos: también iba contra la libertad.

Ciertamente que aquellos Gobiernos burgueses de Londres y París asumieron una serie de medidas cívicas para frenar y paliar el daño social que causaba el capitalismo liberal, pero también por temor al auge que ya en los años 1860 y 1870 cobraba el Movimiento Obrero europeo, en el que despegaban con fuerza sus variantes anticapitalistas, especialmente la variante apolítica anarcosindicalista, la heredera más directa del preámbulo que fue el owenismo, y también la variante política del socialismo marxista. (Temas del que nos ocuparemos en el artículo del número próximo.)

Libertad, liberalismo y democracia (I)

Libertad, liberalismo y democracia (I)

Bernat MUNIESA

La apropiación del concepto y significado de las palabras y su interpretación y manipulación en interés propio por parte de todo poder ha sido una constante a lo largo de la historia. Hoy en día, con la fuerza de los medios de comunicación y el control del Estado y el Capital de los medios del conocimiento en este afán manipulador, es más necesaria que nunca la denuncia de este engaño que afecta a toda la sociedad.

 

He aquí tres conceptos que son actualmente más utilizados que en cualquier otro tiempo. En ninguna otra época el nivel de publicidad en torno a ellos ha llegado a tal grado de expansión como ahora, desde finales del siglo XX y en el ingreso del actual siglo XXI. Cabe, por ello, suponer que esa difusión, un verdadero alud, seguirá en los próximos años. También debe decirse que nunca como en estos últimos veinticinco años tales conceptos han sido tan manipulados por los medios de comunicación e instrumentalizados demagógicamente por los poderes más evidentes, o sea los políticos, y los que están ocultos o semiocultos tras ellos, los verdaderos poderes, que hoy son los multinacionales industriales y los financieros. Véase un ejemplo: Tanto USA como la Unión Europea propagan la necesidad de Tratados de Libre Comercio. Les llaman libre.

¿Qué libertad es esa? La de los capitales financieros y las corporaciones multinacionales para mantener el expolio sobre multitud de países ya depredados. ¿Libertad?

¿Quién no se manifiesta partidario de la libertad? Más, ¿qué es la libertad? ¿Quién osa hoy oponerse al liberalismo, expresión ideológica del capitalismo moderno? Pero, ¿se sabe, en realidad qué es el liberalismo? ¿Quién es capaz de afirmarse como no demócrata? ¿Más, qué es la democracia? Todos estos interrogantes dibujan una realidad, la realidad actual, pero sabemos, como afirma Agustín García Calvo, que tras la realidad se oculta la verdad y muy especialmente cuando esa realidad se convierte en demagógica y, en consecuencia, se constituye en mera apariencia o simulacro.

La libertad

Fijémonos en el concepto de libertad. Se habla hoy de libertad de expresión y esa libertad está monopolizada por una creciente concentración de los medios de información en poderosas entidades anónimas que filtran y censuran según sus intereses y, por tanto, tal libertad no es la libertad. O de libertad de asociación, cuando observamos en verdad que esa libertad es condicionada por los poderes establecidos y, en consecuencia, ya no es libertad. O de libertad de comercio, que nunca existió, pues ya al nacer, en su versión contemporánea, Inglaterra, primera potencia industrial hasta muy avanzado el siglo XIX, fue rápidamente convertida en el comercio de las cañoneras: sus navíos repletos de las materias primas saqueadas a las colonias y de mercancías para ser impuestas en los mercados iban protegidos por buques de guerra. O de libertad económica, otra falacia que reduce la libertad a la libertad de quienes ya en los orígenes del capitalismo estaban en la condición dominante y hoy cultivan un progresivo monopolismo. O de la libertad de mercado que jamás ha funcionado (como demostró en su día Karl Polanyi) fuera de la demagogia, pues es una libertad interferida por los poderes a que nos acabamos de referir y, por consiguiente, no es la libertad. O de libertad individual, cuando el individuo está encuadrado y es concebido como una mercancía que o bien consume o bien es explotable, o las dos cosas a la vez, cuando no se le expulsa socialmente hablando y se le arroja a la marginación. O de la libertad de empleo, cuya traducción significa sencillamente despido libre y especulación sobre el estado de necesidad del trabajador que vende su mercancía: la capacidad de trabajar. O de libertad de los pueblos, o sea autodeterminación, libertad conculcada por centralismos intolerantes... Contra todas esas falacias combate la libertad y sobre ese combate Albert Camus escribió La sangre de la libertad.

Ciertamente, el tema de la libertad es complejo y al tratar de ella deben diferenciarse dos planos: la discusión sobre el concepto mismo y los combates de la historia real por alcanzarla.

En el primer plano, las teorías sobre la libertad parecían referirse inicialmente a la libertad de la voluntad concebida en un sentido metafísico, más allá de lo meramente humano. Según Agustín de Hipona, uno de los «padres de la Iglesia» (cristiana), el ser humano no es capaz por sí mismo de acciones positivas al hallarse condicionado por el pecado original. Por ello, para discernir en el buen sentido requería el concurso de la gracia divina, don solamente concedido a los elegidos, fuente ésta en la que bebieron los fundadores del protestantismo cristiano, Lutero y Calvino, para establecer sus teorías acerca de la predestinación, que es uno de los componentes ideológicos del liberalismo. A los no elegidos, sin embargo, la teología cristiana les proporcionaba el recurso a la fe, de la cual brota –decían– la fuerza para la acción. La doctrina de Tomás de Aquino, más abierta, admitía que en la vida cotidiana, o sea, la vida exterior, el ser humano puede actuar según sus propias decisiones, las cuales repercuten en su existencia privada (en lo político, lo económico, lo profesional... ), pero tales decisiones no pueden contribuir a la salvación de su alma si no son movidas por la fe. Quedaba así admitido un grado de libertad en la vida práctica: se recogía de ese modo una tesis remontada hasta el filósofo griego Aristóteles, según la cual el ser humano no carece de libertad para ejercer el bien, aunque su fuerza de voluntad exige el auxilio divino.

La filosofía ilustrada alemana relanzó el tema de la libertad y fue Immanuel Kant, en el siglo XVIII, quien con mayor fuerza incidió en el ambiente de la Ilustración burguesa, cuando la burguesía pugnaba por el poder contra la nobleza y se mostraba repleta de buenas intenciones. Sin romper con la tradición tomista ni con la calvinista (a predestinación), Kant sentó las bases de una esperanza: que el sentido de la libertad llegase a grabarse en la especie humana hasta coincidir con el de la justicia: he aquí, pues, un nuevo problema, una nueva relación entre dos conceptos que deberían ser indisociables, pero que no lo son: sin libertad no puede ni podrá haber justicia, y sin justicia la libertad se corrompe y deja de ser tal. La mancomunidad de ambas, consideró Kant, es el factor trascendental, el único que puede mejorar el mundo: esa era su gran esperanza. ¿Vana esperanza?, cabe preguntarse hoy, en una época en que tales palabras son profusamente empleadas y, al mismo tiempo, vaciadas de sus contenidos. De hecho, no tardaría mucho tiempo para que la burguesía abandonase esa tesis, manipulando el concepto de libertad y olvidando el de justicia social.

En los años cincuenta del siglo XX, dos personalidades intelectuales francesas, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, mantuvieron a través de la revista Temps modernes una famosa polémica que reverdecía aquellas consideraciones. Camus, criticando el modelo social soviético, sostuvo que no hay justicia social sin libertad, y que, por tanto, la libertad es el requisito previo; Sartre, en cambio, postuló que la libertad se encuentra al final de la lucha por la justicia social. Sea como fuere, por encima de cualquier otra valoración, lo que parece indiscutible es que ambos conceptos, con sus traducciones en la vida real, son inseparables, lo cual nos permite afirmar que en el mundo actual, el mundo de la globalización neoliberal, la libertad que sus propagandistas exhiben, ajena a la justicia social, no es tal libertad, sino una falacia. Ya ocurrió en el siglo XIX y en el XX hasta la Gran Guerra, cuando los liberales identifican libertad con liberalismo, es decir, con libertad de mercado. Sin más, incluyendo el trabajo, la fuerza de trabajo, como una mercancía más

La sangre de la libertad

La historia de la humanidad es también la historia de la aspiración por la libertad, siempre ligada al combate por la justicia social. Durante siglos, en la Antigüedad, ser «libre» equivalía a no ser torturado, no ser asesinado y, en un sentido social, no ser esclavizado. En Occidente, la rebelión de los gladiadores, vinculada al nombre de Spartacus, contra Roma, fue una rebelión liberadora por antiesclavista, según se entrevé de las escuetas crónicas que nos han llegado a través de Plutarco (Vidas paralelas) y otros historiadores romanos, y ha permanecido como un hito primigenio en la lucha por la libertad. Poco después, aunque sin conexión con el spartaquismo, la compilación evangelista surgida de las prédicas de Jesús, el de Nazaret, especialmente en la versión de Mateo, nos muestra, entre otras cosas, la condena del esclavismo y unos contenidos ligados a la justicia social y contra la perversión de los mercaderes, que Jesús expulsó del templo a golpes de látigo. Contenidos, unos y otros, que a lo largo de la dilatada Edad Media estuvieron en el fundamento de las luchas campesinas que reivindicaban la abolición del feudalismo y de la servidumbre, y reclamaban la colectivización de la tierra, el bien económico primordial para la subsistencia en aquellos lejanos tiempos. Reivindicaciones a menudo escatológicas o ligadas a lo que desde el Papado se calificaba de «herejías»: el genocidio de los cátaros en la región del Languedoc, e incluso en zonas de la Provenza y Catalunya, en los siglos XIII-XIV, o las guerras campesinas en Alemania, en el siglo XVI (con la figura de Thomas Müntzer, el sacerdote que se convirtió en caudillo de los siervos y que llamaba a Lutero «ese cerdo principesco» ), constituyen dos de aquellos múltiples episodios mejor explicados por la historiografía. Combatir por la tierra era identificado con la libertad y constituía un acto de justicia social. En síntesis, lo que en Spartacus era el combate por la libertad, el primer gran paso, en el campesinado de la servidumbre feudal se identificaba con la justicia social, anunciando aquella síntesis a que nos referíamos más arriba.

Ya desde entonces el «querer ser libre», como decíamos, ya no significaba solamente no ser asesinado, torturado o vilipendiado por los poderes: «ser libre» comenzaba también a no ser marginado a la miseria y la mendicidad. Fue un lentísimo despertar hacia un concepto de libertad unido a lo social, despertar que comportaría la explosión de la Revolución Francesa en 1789, un punto de inflexión que trastocaría profundamente la historia europea, occidental y, en parte, universal. Conmoción correlacionada con el desarrollo del capitalismo, como práctica económica, con su ideología liberal, su tendenciosa «ciencia», la Economía Política, y la expansión de la industrialización, el comercio y una nueva fase del colonialismo. Si la Revolución Francesa encendió las llamas de la Liberté, Egalité y Fraternité, palabras que hablan por sí mismas, el capitalismo liberal alumbró una nueva clase social oprimida: el proletariado urbano. Y ya nada sería igual ante la gran transformación.

Nació entonces, con la Revolución Francesa, una primera versión de los Derechos del Hombre (que, como su nombre indica, excluían a la mujer) y comenzó un largo combate político por la democracia, concepto olvidado desde los tiempos griegos y rescatado por Jean Jacques Rousseau en la segunda mitad del siglo XVIII. En aquel contexto del siglo XIX las masas proletarias, las clases obreras, cuyo trabajo era el fundamento del capital y su reproducción, acabarían por expresarse en el Movimiento Obrero y en sus reivindicaciones: la libertad se convirtió en sinónimo del derecho al sufragio y la participación en la gestión social; de supresión del trabajo para los niños; del derecho a la protección contra las enfermedades y en la vejez; del derecho a un salario y un habitáculo digno... En una palabra, en sinónimo de los derechos sociales. En su pujanza, aquel Movimiento Obrero acabaría, en sus dos corrientes más importantes (el sindicalismo revolucionario y el socialismo político), identificando la libertad y la justicia social con la supresión del Sistema Capitalista, aunque a través de caminos diferentes y con alternativas muy diversas. Ese anticapitalismo del Movimiento Obrero abrió la etapa del moderno conflicto social, la lucha de clases, según Karl Marx, o la guerra social, según Pierre Joseph Proudhon, y fue en aquel contexto, en 1873, cuando Mijail Bakunin afirmó que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro, pero saberlo exige inteligencia y sensibilidad: eliminaba así, además, los intentos de familiarizar el liberalismo con el movimiento libertario o anarcosindicalismo (confusión que debe deshacerse ¡de una vez por todas!), pues la libertad de los liberales operó y opera sobre el derecho de explotar al otro, mientras que la libertad de los libertarios lo hacía, y lo hace, a partir de la fraternidad, o sea a partir de la ayuda mutua. El mismo Bakunin afirmaba que de la libre asociación de las libertades individuales nacerá el mundo nuevo.

Es decir, en definitiva, la libertad es uno de aquellos conceptos que podríamos llamar en relación, pues sin tener presente que se define precisamente con relación la libertad permanecería como algo abstracto. Y ¿qué es lo que se relaciona con ella? Sencillamente el otro, o sea la libertad del otro. De aquí se desprendería un primer corolario: la libertad de uno no puede interferir a la del otro. Y también un segundo corolario: nadie puede ser libre en un contexto donde otras personas no pueden ser libres. La libertad es mancomunada o ya no es la libertad.

Finalmente, cabe añadir que identificada la libertad con la justicia –y ésta con aquélla–, el combate social por ambas acumuló páginas y páginas sangrientas a lo largo del siglo XIX, con episodios como la Comuna de París y los Mártires de Chicago, dos eslabones de una lucha que se inició en las calles de Manchester en 1824 y de Lyon en 1830 para atravesar la barrera del cambio de centuria y prolongarse, con diversas formas en el siglo XX y hasta hoy, ya en el siglo XXI, en el que se nos dice que todo es «nuevo», pero en el que observamos que también todo sigue siendo «viejo».

La libertad de nuestro tiempo

Los parámetros de la libertad han sufrido poderosas imposturas con la Sociedad de Consumo surgida desde los años cincuenta del pasado siglo XX en un sector de Occidente, o sea los USA, Europa occidental, Canadá y, en otro plano, Japón, y poco más. Por ejemplo, aquel individuo/a que posee la capacidad de recorrer durante largo tiempo una serie interminable de vitrinas exuberantes y repletas de productos y, desde luego, la capacidad de elegir entre ellos el que más desea para comprarlo es considerado «más libre» que aquel otro/a que carece de esas capacidades (o cuyo poder de adquisición es mermado), siendo naturalmente la última, la del poder adquisitivo (al que por algo se le llama poder), la fundamental. Aquel individuo/a que dispone del destino de los demás, lo cual ocurre las actuales relaciones sociales, políticas y económicas, sigue siendo más «libre» que los demás, pero ese concepto de libertad es el que impone un tipo determinado de sociedad y sus agentes, por ejemplo, los medios de comunicación. Esas posiciones de superioridad ¿son, en realidad, la libertad? No: se trata de privilegios y el privilegio se sustenta o es sustentado por el poder, y por tanto no es la libertad.

En los países llamados altamente desarrollados como los occidentales (otro tema discutible), allí donde se nos dice que «reina la mayor libertad», sabemos que esa «libertad» se reduce a la posibilidad de comprar y acumular; sociedades de consumo también caracterizadas por un afán desenfrenado de éxito y notoriedad, donde la soledad es el horizonte dominante en el marco de un gran bullicio que es mera apariencia. Ha nacido así una libertad condicional, prisionera del consumo y del éxito, pues, por una parte, la abundancia de bienes y servicios y, por otra, las condiciones que exige el éxito sin freno, estimulan la codicia que se autoalimenta.

La historia de la libertad enseña que el grado de la libertad no está únicamente determinado por las condiciones de libertad exterior de una sociedad, sino que también lo está por la acción de la libertad interior, es decir, por la valoración intimista de la persona que procura ejercer la libertad y hacer uso de ella. Para los millones de personas que en el mundo siguen muriendo a causa del hambre, o por enfermedades que serían curables, en África, América Latina y Asia, para esas personas, ¿qué es la libertad?

En Occidente, hoy, la falaz libertad material y política (a democracia liberal) de la que se alardea no comporta simultáneamente el desarrollo de la libertad interior de los individuos, lo que llamábamos antes la libertad subjetiva. La indiferencia de una mayoría de individuos hacia el esfuerzo por intentar adquirir la comprensión profunda de los fenómenos sociales, políticos y económicos que ocurren a su alrededor y que le condicionan, es decir, en otras palabras, la indolencia, como ha señalado Max Horkkheimer, no genera si no ignorancia: el resultado es que la sociedad, en base a la suma de esas ignorancias, se convierte en vulnerable para los peligros que le acechan. En este sentido cabe recordar que la educación es fundamental para el sostén de la democracia auténtica, la participativa: la historia del Movimiento Libertario está jalonada profundamente de esa vocación educativa, tal como demuestran las corrientes ateneístas que son uno de sus signos distintivos respecto a los socialismos llamados políticos, más o menos vinculados al marxismo.

Odón de Buen solía afirmar que la educación es el fundamento de la libertad y que de ella nace el respeto, cuando éste no es innato a un individuo. Ya aquel sabio (geólogo y oceanógrafo) saintsimoniano intuía que el liberalismo no sólo no era la libertad, sino que la corrompía permanentemente, pues, decía: libertad con beneficio sólo para uno, eso no es la libertad.