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Polémica

Libertad, liberalismo y democracia (I)

Libertad, liberalismo y democracia (I)

Bernat MUNIESA

La apropiación del concepto y significado de las palabras y su interpretación y manipulación en interés propio por parte de todo poder ha sido una constante a lo largo de la historia. Hoy en día, con la fuerza de los medios de comunicación y el control del Estado y el Capital de los medios del conocimiento en este afán manipulador, es más necesaria que nunca la denuncia de este engaño que afecta a toda la sociedad.

 

He aquí tres conceptos que son actualmente más utilizados que en cualquier otro tiempo. En ninguna otra época el nivel de publicidad en torno a ellos ha llegado a tal grado de expansión como ahora, desde finales del siglo XX y en el ingreso del actual siglo XXI. Cabe, por ello, suponer que esa difusión, un verdadero alud, seguirá en los próximos años. También debe decirse que nunca como en estos últimos veinticinco años tales conceptos han sido tan manipulados por los medios de comunicación e instrumentalizados demagógicamente por los poderes más evidentes, o sea los políticos, y los que están ocultos o semiocultos tras ellos, los verdaderos poderes, que hoy son los multinacionales industriales y los financieros. Véase un ejemplo: Tanto USA como la Unión Europea propagan la necesidad de Tratados de Libre Comercio. Les llaman libre.

¿Qué libertad es esa? La de los capitales financieros y las corporaciones multinacionales para mantener el expolio sobre multitud de países ya depredados. ¿Libertad?

¿Quién no se manifiesta partidario de la libertad? Más, ¿qué es la libertad? ¿Quién osa hoy oponerse al liberalismo, expresión ideológica del capitalismo moderno? Pero, ¿se sabe, en realidad qué es el liberalismo? ¿Quién es capaz de afirmarse como no demócrata? ¿Más, qué es la democracia? Todos estos interrogantes dibujan una realidad, la realidad actual, pero sabemos, como afirma Agustín García Calvo, que tras la realidad se oculta la verdad y muy especialmente cuando esa realidad se convierte en demagógica y, en consecuencia, se constituye en mera apariencia o simulacro.

La libertad

Fijémonos en el concepto de libertad. Se habla hoy de libertad de expresión y esa libertad está monopolizada por una creciente concentración de los medios de información en poderosas entidades anónimas que filtran y censuran según sus intereses y, por tanto, tal libertad no es la libertad. O de libertad de asociación, cuando observamos en verdad que esa libertad es condicionada por los poderes establecidos y, en consecuencia, ya no es libertad. O de libertad de comercio, que nunca existió, pues ya al nacer, en su versión contemporánea, Inglaterra, primera potencia industrial hasta muy avanzado el siglo XIX, fue rápidamente convertida en el comercio de las cañoneras: sus navíos repletos de las materias primas saqueadas a las colonias y de mercancías para ser impuestas en los mercados iban protegidos por buques de guerra. O de libertad económica, otra falacia que reduce la libertad a la libertad de quienes ya en los orígenes del capitalismo estaban en la condición dominante y hoy cultivan un progresivo monopolismo. O de la libertad de mercado que jamás ha funcionado (como demostró en su día Karl Polanyi) fuera de la demagogia, pues es una libertad interferida por los poderes a que nos acabamos de referir y, por consiguiente, no es la libertad. O de libertad individual, cuando el individuo está encuadrado y es concebido como una mercancía que o bien consume o bien es explotable, o las dos cosas a la vez, cuando no se le expulsa socialmente hablando y se le arroja a la marginación. O de la libertad de empleo, cuya traducción significa sencillamente despido libre y especulación sobre el estado de necesidad del trabajador que vende su mercancía: la capacidad de trabajar. O de libertad de los pueblos, o sea autodeterminación, libertad conculcada por centralismos intolerantes... Contra todas esas falacias combate la libertad y sobre ese combate Albert Camus escribió La sangre de la libertad.

Ciertamente, el tema de la libertad es complejo y al tratar de ella deben diferenciarse dos planos: la discusión sobre el concepto mismo y los combates de la historia real por alcanzarla.

En el primer plano, las teorías sobre la libertad parecían referirse inicialmente a la libertad de la voluntad concebida en un sentido metafísico, más allá de lo meramente humano. Según Agustín de Hipona, uno de los «padres de la Iglesia» (cristiana), el ser humano no es capaz por sí mismo de acciones positivas al hallarse condicionado por el pecado original. Por ello, para discernir en el buen sentido requería el concurso de la gracia divina, don solamente concedido a los elegidos, fuente ésta en la que bebieron los fundadores del protestantismo cristiano, Lutero y Calvino, para establecer sus teorías acerca de la predestinación, que es uno de los componentes ideológicos del liberalismo. A los no elegidos, sin embargo, la teología cristiana les proporcionaba el recurso a la fe, de la cual brota –decían– la fuerza para la acción. La doctrina de Tomás de Aquino, más abierta, admitía que en la vida cotidiana, o sea, la vida exterior, el ser humano puede actuar según sus propias decisiones, las cuales repercuten en su existencia privada (en lo político, lo económico, lo profesional... ), pero tales decisiones no pueden contribuir a la salvación de su alma si no son movidas por la fe. Quedaba así admitido un grado de libertad en la vida práctica: se recogía de ese modo una tesis remontada hasta el filósofo griego Aristóteles, según la cual el ser humano no carece de libertad para ejercer el bien, aunque su fuerza de voluntad exige el auxilio divino.

La filosofía ilustrada alemana relanzó el tema de la libertad y fue Immanuel Kant, en el siglo XVIII, quien con mayor fuerza incidió en el ambiente de la Ilustración burguesa, cuando la burguesía pugnaba por el poder contra la nobleza y se mostraba repleta de buenas intenciones. Sin romper con la tradición tomista ni con la calvinista (a predestinación), Kant sentó las bases de una esperanza: que el sentido de la libertad llegase a grabarse en la especie humana hasta coincidir con el de la justicia: he aquí, pues, un nuevo problema, una nueva relación entre dos conceptos que deberían ser indisociables, pero que no lo son: sin libertad no puede ni podrá haber justicia, y sin justicia la libertad se corrompe y deja de ser tal. La mancomunidad de ambas, consideró Kant, es el factor trascendental, el único que puede mejorar el mundo: esa era su gran esperanza. ¿Vana esperanza?, cabe preguntarse hoy, en una época en que tales palabras son profusamente empleadas y, al mismo tiempo, vaciadas de sus contenidos. De hecho, no tardaría mucho tiempo para que la burguesía abandonase esa tesis, manipulando el concepto de libertad y olvidando el de justicia social.

En los años cincuenta del siglo XX, dos personalidades intelectuales francesas, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, mantuvieron a través de la revista Temps modernes una famosa polémica que reverdecía aquellas consideraciones. Camus, criticando el modelo social soviético, sostuvo que no hay justicia social sin libertad, y que, por tanto, la libertad es el requisito previo; Sartre, en cambio, postuló que la libertad se encuentra al final de la lucha por la justicia social. Sea como fuere, por encima de cualquier otra valoración, lo que parece indiscutible es que ambos conceptos, con sus traducciones en la vida real, son inseparables, lo cual nos permite afirmar que en el mundo actual, el mundo de la globalización neoliberal, la libertad que sus propagandistas exhiben, ajena a la justicia social, no es tal libertad, sino una falacia. Ya ocurrió en el siglo XIX y en el XX hasta la Gran Guerra, cuando los liberales identifican libertad con liberalismo, es decir, con libertad de mercado. Sin más, incluyendo el trabajo, la fuerza de trabajo, como una mercancía más

La sangre de la libertad

La historia de la humanidad es también la historia de la aspiración por la libertad, siempre ligada al combate por la justicia social. Durante siglos, en la Antigüedad, ser «libre» equivalía a no ser torturado, no ser asesinado y, en un sentido social, no ser esclavizado. En Occidente, la rebelión de los gladiadores, vinculada al nombre de Spartacus, contra Roma, fue una rebelión liberadora por antiesclavista, según se entrevé de las escuetas crónicas que nos han llegado a través de Plutarco (Vidas paralelas) y otros historiadores romanos, y ha permanecido como un hito primigenio en la lucha por la libertad. Poco después, aunque sin conexión con el spartaquismo, la compilación evangelista surgida de las prédicas de Jesús, el de Nazaret, especialmente en la versión de Mateo, nos muestra, entre otras cosas, la condena del esclavismo y unos contenidos ligados a la justicia social y contra la perversión de los mercaderes, que Jesús expulsó del templo a golpes de látigo. Contenidos, unos y otros, que a lo largo de la dilatada Edad Media estuvieron en el fundamento de las luchas campesinas que reivindicaban la abolición del feudalismo y de la servidumbre, y reclamaban la colectivización de la tierra, el bien económico primordial para la subsistencia en aquellos lejanos tiempos. Reivindicaciones a menudo escatológicas o ligadas a lo que desde el Papado se calificaba de «herejías»: el genocidio de los cátaros en la región del Languedoc, e incluso en zonas de la Provenza y Catalunya, en los siglos XIII-XIV, o las guerras campesinas en Alemania, en el siglo XVI (con la figura de Thomas Müntzer, el sacerdote que se convirtió en caudillo de los siervos y que llamaba a Lutero «ese cerdo principesco» ), constituyen dos de aquellos múltiples episodios mejor explicados por la historiografía. Combatir por la tierra era identificado con la libertad y constituía un acto de justicia social. En síntesis, lo que en Spartacus era el combate por la libertad, el primer gran paso, en el campesinado de la servidumbre feudal se identificaba con la justicia social, anunciando aquella síntesis a que nos referíamos más arriba.

Ya desde entonces el «querer ser libre», como decíamos, ya no significaba solamente no ser asesinado, torturado o vilipendiado por los poderes: «ser libre» comenzaba también a no ser marginado a la miseria y la mendicidad. Fue un lentísimo despertar hacia un concepto de libertad unido a lo social, despertar que comportaría la explosión de la Revolución Francesa en 1789, un punto de inflexión que trastocaría profundamente la historia europea, occidental y, en parte, universal. Conmoción correlacionada con el desarrollo del capitalismo, como práctica económica, con su ideología liberal, su tendenciosa «ciencia», la Economía Política, y la expansión de la industrialización, el comercio y una nueva fase del colonialismo. Si la Revolución Francesa encendió las llamas de la Liberté, Egalité y Fraternité, palabras que hablan por sí mismas, el capitalismo liberal alumbró una nueva clase social oprimida: el proletariado urbano. Y ya nada sería igual ante la gran transformación.

Nació entonces, con la Revolución Francesa, una primera versión de los Derechos del Hombre (que, como su nombre indica, excluían a la mujer) y comenzó un largo combate político por la democracia, concepto olvidado desde los tiempos griegos y rescatado por Jean Jacques Rousseau en la segunda mitad del siglo XVIII. En aquel contexto del siglo XIX las masas proletarias, las clases obreras, cuyo trabajo era el fundamento del capital y su reproducción, acabarían por expresarse en el Movimiento Obrero y en sus reivindicaciones: la libertad se convirtió en sinónimo del derecho al sufragio y la participación en la gestión social; de supresión del trabajo para los niños; del derecho a la protección contra las enfermedades y en la vejez; del derecho a un salario y un habitáculo digno... En una palabra, en sinónimo de los derechos sociales. En su pujanza, aquel Movimiento Obrero acabaría, en sus dos corrientes más importantes (el sindicalismo revolucionario y el socialismo político), identificando la libertad y la justicia social con la supresión del Sistema Capitalista, aunque a través de caminos diferentes y con alternativas muy diversas. Ese anticapitalismo del Movimiento Obrero abrió la etapa del moderno conflicto social, la lucha de clases, según Karl Marx, o la guerra social, según Pierre Joseph Proudhon, y fue en aquel contexto, en 1873, cuando Mijail Bakunin afirmó que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro, pero saberlo exige inteligencia y sensibilidad: eliminaba así, además, los intentos de familiarizar el liberalismo con el movimiento libertario o anarcosindicalismo (confusión que debe deshacerse ¡de una vez por todas!), pues la libertad de los liberales operó y opera sobre el derecho de explotar al otro, mientras que la libertad de los libertarios lo hacía, y lo hace, a partir de la fraternidad, o sea a partir de la ayuda mutua. El mismo Bakunin afirmaba que de la libre asociación de las libertades individuales nacerá el mundo nuevo.

Es decir, en definitiva, la libertad es uno de aquellos conceptos que podríamos llamar en relación, pues sin tener presente que se define precisamente con relación la libertad permanecería como algo abstracto. Y ¿qué es lo que se relaciona con ella? Sencillamente el otro, o sea la libertad del otro. De aquí se desprendería un primer corolario: la libertad de uno no puede interferir a la del otro. Y también un segundo corolario: nadie puede ser libre en un contexto donde otras personas no pueden ser libres. La libertad es mancomunada o ya no es la libertad.

Finalmente, cabe añadir que identificada la libertad con la justicia –y ésta con aquélla–, el combate social por ambas acumuló páginas y páginas sangrientas a lo largo del siglo XIX, con episodios como la Comuna de París y los Mártires de Chicago, dos eslabones de una lucha que se inició en las calles de Manchester en 1824 y de Lyon en 1830 para atravesar la barrera del cambio de centuria y prolongarse, con diversas formas en el siglo XX y hasta hoy, ya en el siglo XXI, en el que se nos dice que todo es «nuevo», pero en el que observamos que también todo sigue siendo «viejo».

La libertad de nuestro tiempo

Los parámetros de la libertad han sufrido poderosas imposturas con la Sociedad de Consumo surgida desde los años cincuenta del pasado siglo XX en un sector de Occidente, o sea los USA, Europa occidental, Canadá y, en otro plano, Japón, y poco más. Por ejemplo, aquel individuo/a que posee la capacidad de recorrer durante largo tiempo una serie interminable de vitrinas exuberantes y repletas de productos y, desde luego, la capacidad de elegir entre ellos el que más desea para comprarlo es considerado «más libre» que aquel otro/a que carece de esas capacidades (o cuyo poder de adquisición es mermado), siendo naturalmente la última, la del poder adquisitivo (al que por algo se le llama poder), la fundamental. Aquel individuo/a que dispone del destino de los demás, lo cual ocurre las actuales relaciones sociales, políticas y económicas, sigue siendo más «libre» que los demás, pero ese concepto de libertad es el que impone un tipo determinado de sociedad y sus agentes, por ejemplo, los medios de comunicación. Esas posiciones de superioridad ¿son, en realidad, la libertad? No: se trata de privilegios y el privilegio se sustenta o es sustentado por el poder, y por tanto no es la libertad.

En los países llamados altamente desarrollados como los occidentales (otro tema discutible), allí donde se nos dice que «reina la mayor libertad», sabemos que esa «libertad» se reduce a la posibilidad de comprar y acumular; sociedades de consumo también caracterizadas por un afán desenfrenado de éxito y notoriedad, donde la soledad es el horizonte dominante en el marco de un gran bullicio que es mera apariencia. Ha nacido así una libertad condicional, prisionera del consumo y del éxito, pues, por una parte, la abundancia de bienes y servicios y, por otra, las condiciones que exige el éxito sin freno, estimulan la codicia que se autoalimenta.

La historia de la libertad enseña que el grado de la libertad no está únicamente determinado por las condiciones de libertad exterior de una sociedad, sino que también lo está por la acción de la libertad interior, es decir, por la valoración intimista de la persona que procura ejercer la libertad y hacer uso de ella. Para los millones de personas que en el mundo siguen muriendo a causa del hambre, o por enfermedades que serían curables, en África, América Latina y Asia, para esas personas, ¿qué es la libertad?

En Occidente, hoy, la falaz libertad material y política (a democracia liberal) de la que se alardea no comporta simultáneamente el desarrollo de la libertad interior de los individuos, lo que llamábamos antes la libertad subjetiva. La indiferencia de una mayoría de individuos hacia el esfuerzo por intentar adquirir la comprensión profunda de los fenómenos sociales, políticos y económicos que ocurren a su alrededor y que le condicionan, es decir, en otras palabras, la indolencia, como ha señalado Max Horkkheimer, no genera si no ignorancia: el resultado es que la sociedad, en base a la suma de esas ignorancias, se convierte en vulnerable para los peligros que le acechan. En este sentido cabe recordar que la educación es fundamental para el sostén de la democracia auténtica, la participativa: la historia del Movimiento Libertario está jalonada profundamente de esa vocación educativa, tal como demuestran las corrientes ateneístas que son uno de sus signos distintivos respecto a los socialismos llamados políticos, más o menos vinculados al marxismo.

Odón de Buen solía afirmar que la educación es el fundamento de la libertad y que de ella nace el respeto, cuando éste no es innato a un individuo. Ya aquel sabio (geólogo y oceanógrafo) saintsimoniano intuía que el liberalismo no sólo no era la libertad, sino que la corrompía permanentemente, pues, decía: libertad con beneficio sólo para uno, eso no es la libertad.

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