Blogia
Polémica

Libertad, liberalismo y democracia (2)

Libertad, liberalismo y democracia (2)

Bernat MUNIESA

La implantación del sistema capitalista tuvo tres consecuencias fundamentales: la supeditación de la ciencia en beneficio del desarrollo y de la incipiente industrialización; la comercialización de la tierra y la conversión del ser humano en fuerza de trabajo. Ciencia, tierra y humanidad quedaron así reducidos a la categoría de mercancía y sometidos a las leyes del libre mercado.

Ciertamente, el liberalismo

contribuyó a romper las cadenas

del feudalismo.

Pero inmediatamente forjó

otras nuevas.

Harold Laski

El geólogo y oceanógrafo español Ödón de Buen afirmó a finales del siglo XIX lo siguiente en relación al liberalismo: «los liberales ofrecen libertad, pero no cualquier libertad; libertad con beneficio para uno o unos cuantos, yeso no es la libertad, es la libertad del burgués».

Comencemos por decir que la palabra liberal es equívoca. Es normal escuchar de muchas personas aquello de «yo soy liberal» en relación con sus actitudes en la vida cotidiana, en las formas de vida, fundadas en la distensión y la tolerancia. No es el caso del concepto «liberal» que supone ser partidario del liberalismo, la ideología del sistema capitalista: esos «liberales», como señalaba Ödón de Buen, sólo lo son en relación con la «libertad» de explotar el trabajo de los demás, de depredar la Naturaleza y de corromper la democracia como forma política, que tuvieron que aceptar muy a pesar suyo en la segunda mitad del siglo XIX.

Las obsesiones liberales

En el cambio de siglos del XVIII al XIX en Gran Bretaña, como ha señalado Karl Polanyi, había una gran acumulación de capital producto del lucrativo y depredador primer colonialismo. Ese factor se conjugó con el proceso de desvinculación o desfeudalización de las masas campesinas respecto de la tierra: una fuerza de trabajo disponible. También había otros factores: por ejemplo, la pasión de las nuevas élites (la gran burguesía) por la utilidad, entendida como «negocio» o «beneficio». Arrancó, pues, una nueva práctica económica que los utilitaristas decían que se fundaba en el mercado libre y autorregulado. Sobre esa práctica económica, o sea, el capitalismo, se desplegó una ideología, el liberalismo, y de ambas se configuró una supuesta «ciencia» llamada Economía Política, de la cual el premio Nobel de Economía de 2003, Joseph Stiglitz, afirmó: «la llamada Economía Política no es otra cosa que pura ideología de las élites depredadoras».

En el transcurso del despliegue del nuevo Sistema, el Capitalismo, tres fueron las obsesiones primordiales: rentabilizar la ciencia, concretamente la Física de los Galileo y Newton, y los nuevos descubrimientos que daban lugar a la Química (Lavoisier, Dalton); comercializar la tierra, y comercializar al ser humano. Fueron tres procesos simultáneos.

A las Ciencias Naturales los liberales comenzaron a despojarlas de su verdadero objetivo: desvelar las leyes de la Naturaleza para poner ésta al servicio del colectivo humano. La suplantación dio lugar a la llamada Ciencia Aplicada, es decir, la Tecnología, y la ciencia comenzó a convertirse en Tecno-ciencia, uno de los fundamentos de la industrialización. ¿En beneficio de quién? En beneficio de la empresa privada, capitalista y liberal. Convertida en Tecnología, las Ciencias Naturales se convertirían –y así sigue– en un instrumento al servicio del lucro privado que a la larga han generado las grandes corporaciones multinacionales que hoy gobiernan el mundo junto a los capitales financieros. Resumiendo: el capitalismo liberal hizo que las Ciencias Naturales se convirtieran en una propiedad más de los intereses de la burguesía.

En los orígenes del capitalismo liberal por Naturaleza se entendía la tierra, ligada a la producción agrícola, a la explotación minera, el subsuelo, y a la construcción, es decir, el suelo. (Hoya ese conjunto se le suman el aire, el clima y el agua.) Durante el feudalismo el concepto de riqueza se identificaba con la posesión de la tierra, pero con el capitalismo liberal surgía otra fuente de enriquecimiento y poder: la industria. Todo, tierra e industria, debía de estar al servicio del mercado autorregulado y libre, tras el cual se ocultaba la mano invisible anunciada por Adam Smith en La riqueza de las Naciones, es decir, la mano del capitalista y propietario de los medios productivos, esto es: la mano del ladrón (Proudhon dixit). Sin embargo, la tierra no era -y no es- un bien físicamente transportable: está donde está. Los valores burgueses, lucro y privacidad, se apropiaron de la tierra para: comercializar su producción agrícola, comercializar la producción del subsuelo, o sea la minería, y para comercializarla entendida como espacio edificable, es decir, como suelo (hoy su explotación bajo el neoliberalismo alcanza las máximas cotas de especulación y corrupción). Para Jeremy Bentham, ideólogo del liberalismo: la prosperidad de la tierra tiene una condición: eliminar la heredad, los diezmos y sobre todo las tierras comunales; hemos de promulgar la libertad para manejar la tierra, base de la verdadera libertad. O sea, la libertad entendida mercantilmente.

La aplicación de esa «libertad» a la tierra acabaría generando, dentro del propio capitalismo, una oposición: el proteccionismo, otro tipo de visión burguesa.

La otra, y fundamental, obsesión fue comercializar al ser humano, arrojarlo al mercado «autorregulado y libre» para ser tratado como mercancía y como tal explotado.

La separación del trabajo de otras actividades, su conversión en mercancía y su sometimiento a las leyes de aquel mercado que ni era autorregulado ni libre supuso el aniquilamiento de formas orgánicas de existencia, el grupo familiar, las instancias comunales, parroquiales y vecinales, y su sustitución por el individualismo, la atomización y la disgregación: la soledad en la jungla capitalista. Las ciudades británicas (y muy pronto las de Francia, ambas primeras sedes del nuevo Sistema) se poblaron de centenares de miles de personas desvalidas, enfermas y/o explotadas salvajemente en aquel mercado libre y autorregulado. En 1818, el poeta y aristócrata romántico lord Byron, diputado por linaje en el Parlamento censitario británico, se levantó y denunció que «el espectáculo que estáis propiciando en las calles de Manchester, Liverpool y Londres es indignante, intolerable y vergonzoso». Las respuestas de los diputados burgueses fueron burlas y risotadas. Años después, en la Asamblea Nacional francesa, en 1850, se repitió la escena, con Victor Hugo: «Tomaos la molestia, señores diputados, de disponer de unas horas, venid conmigo, y os haremos ver con vuestros propios ojos y tocar con vuestras propias manos las llagas, las llagas sangrantes de la miseria que produce el sistema económico del que sois vosotros los responsables».

Eso fue lo que el capitalismo/liberalismo ofrecieron como brutales «novedades» al hombre y la mujer blancos, es decir, los europeos.

¿Qué ofreció el Sistema a los hombres y mujeres cobrizos, negros o amarillos? El colonialismo británico (y el francés), al llegar a las aldeas asiáticas y africanas, lo primero que hizo fue introducir el flagelo del hambre que aquellos pueblos desconocían, salvo por causa de cataclismos naturales. Por ejemplo, talaban los «árboles del pan» y sembraban sal en los cultivos con el fin de crear escasez artificial. También, a los nativos les imponían un tributo sobre la vivienda que ocupaban por tradición de generaciones (chozas, chabolas): para pagarlo les ofrecían un trabajo en las minas a cambio de un parvo salario. Todo con el respaldo militar con que los colonialistas imponían el mercado libre y autorregulado. Creando escasez y dificultades obligaban a los nativos a «ofrecer» su trabajo en condiciones de explotación sin límites. Se trató de introducir el individualismo en las tribus africanas, las aldeas indias y las comunidades oceánicas para romper las cohesiones sociales.

El dogma liberal y sus falacias

El primer precepto del dogma liberal era (y es) que el mercado es la sede de la libertad por excelencia (Adam Smith, Jeremy Bentham dixit). Que en él concurren hombres libres, los empresarios, para intercambiar sus mercancías. En el mercado hay una dialéctica interna entre oferta y demanda. Si vendedor y comprador no encuentran en el mercado el precio al que aspiran, nadie, en efecto, les obliga a comprar y/o vender, y pueden esperar una mejor coyuntura. Por tanto, todas las mercancías y sus poseedores acuden al mercado en estado de libertad. He ahí el porqué del mercado que se autorregula y es libre.

Mas, ese mercado no es libre para todas las mercancías. Fueron ellos –y son hoy–, los liberales, quienes incluyeron la fuerza de trabajo, o capacidad de trabajar, como una mercancía más, la cual, afirmaban –y cínicamente afirman– sigue la ley de la libertad en el mercado: es vendida a cambio de un salario. ¿Quién es el «propietario» de esa mercancía? El trabajador. Y ocurre que el trabajador si no puede vender esa su mercancía no le sirve para nada y es, además, altamente perecedera, pues si no es «vendida» a cambio de un salario, su propietario no puede alimentarse ni cobijarse ni vestirse: la capacidad de trabajar se deteriora. Consecuencia, el trabajador acude al mercado forzado para venderse, debe vender su trabajo forzosamente.

No acude, pues, el trabajador en estado de libertad: acude en estado de necesidad. No es libre. Y el comprador de la mercancía «trabajo», el empresario, especula con aquella «necesidad», estando, pues, el trabajador obligado a aceptar el salario que le ofrecen.

El mercado, pues, no es la sede de la libertad

Tampoco es autorregulado. Dejado a su libertad total, en el mercado se produce un combate feroz entre las propias empresas, las cuales ambicionan lo que llamaban y llaman –los liberales– la máxima cuota de mercado. Todo es válido en esa guerra económica: las empresas más fuertes destruyen a las más débiles o las absorben. Es la tendencia al monopolio: tal es la autorregulación, desastre que a lo largo de la historia ha obligado a los Estados/Gobiernos a intervenir precisamente para regular el mercado que dejado a su albur enloquecía. (En el próximo artículo abordaremos la cuestión del intervencionismo estatal.)

Otra tesis del dogma liberal ha sido –y es– el del individualismo. Decía el filósofo y pater magíster Jeremy Bentham: «Si cada uno se ocupa de sus propios negocios, el resultado será la felicidad universal» (eslogan que recuperó en los años setenta la señora Margaret Thatcher). Otra falacia, pues es dudoso que del egoísmo pueda derivar la felicidad: de esa suma de egoísmos ha derivado la explotación del trabajo humano, el afán de lucro sin límites del empresariado y los ejecutivos que se autoasignan salarios astronómicos, y la depredación de la Naturaleza: los tiempos actuales de la llamada Globalización neoliberal son excepcionalmente válidos para entender la filosofía del liberalismo; por la ideología sigue siendo la misma. Bentham también solía decir que a veces es más importante un policía que un diputado: natural, se refería a los momentos en que los explotados decían ¡basta! Curioso sentido de la libertad el de esos liberales. ¿Qué libertad?

Las «conjuras» antiliberales

Para frenar os desmanes que generaba el capitalismo liberal, ya en la primera mitad del siglo XIX surgieron oposiciones antiliberales muy diversas.

En primer lugar, la burguesía «proteccionista» de numerosos países del continente ligada al nacionalismo, que observaba la deriva librecambista como una crisis de la propia identidad, además de poner en riesgo el llamado mercado nacional, que debía ser protegido. Los proteccionistas eran capitalistas, burgueses, pero no liberales en el sentido total de la ideología.

En segundo lugar, el Movimiento Ludita, embrión de movimiento obrero que en los años de 1820 se orientó hacia la destrucción de la máquina, símbolo de la nueva explotación burguesa.

En tercer lugar, el movimiento oweniano (1830), fundado en la concepción social y económica de Robert Owen (un empresario del textil). Surgió en la propia Gran Bretaña como alternativa al liberalismo y sin renunciar ni a la máquina ni a la industrialización, las cuales puso al servicio del trabajador a través del cooperativismo. En las cooperativas owenianas la educación era gratuita, los trabajadores disponían de las Tiendas o Bazares alimentarios, la vivienda era también gratuita, y cuando en las épocas de crisis falta trabajo, los obreros eran mantenidos en la nómina. Junto a esto, el owenismo fundó los cinturones de defensa del trabajador, el sindicalismo, del que nacieron las Trade Unions. Décadas después, el anarcosindicalismo demostró haber aprendido mucho de aquel movimiento precursor.

En cuarto lugar, el movimiento cartista, desplegado también en los años de 1830 en la misma Gran Bretaña. Dos millones de personas enviaron una Carta al Parlamento censitario británico exigiendo el sufragio universal democrático (masculino; la lucha por el sufragio femenino vendría después). Aquel Parlamento, al que sólo tenían acceso el linaje y el dinero, ridiculizó la demanda y amenazó con la intervención militar.

Todos, todos, fueron catalogados por la élite liberal británica como miembros de una «conjura contra la libertad»: luditas, owenianos, cartistas, nacionalistas e incluso los burgueses proteccionistas. También eran «conjurados» los gobernantes burgueses que para paliar situaciones sociales explosivas se veían obligados a adoptar medidas de contención contra el liberalismo, como la promulgación, en años de 1830, de la Ley de Pobres, en Gran Bretaña. Debe saberse que en 1860 y 1861 respectivamente, los Gobiernos burgueses de Francia y Gran Bretaña decidieron la vacunación general de la población contra la viruela. Los liberales, en el Parlamento británico, clamaron que era un acto contra la libertad. Lo mismo ocurrió cuando pocos años antes aquellos Gobiernos, burgueses, realizaban inspecciones de las fábricas para mantener unos mínimos de higiene, obligando a los empresarios a limpiar las chimeneas fabriles. Y también cuando en 1860, definitivamente unas leyes prohibían el trabajo de niños menores de doce años en las fábricas. Y en 1877 el ultraliberal sociólogo Herbert Spencer afirmó en una editorial de su revista The Economist que todo aquello respondía a una conjura contra la libertad. Y el mismo Spencer fundó una efímera asociación para oponerse a un decreto gubernamental que creaba en Londres un Cuerpo Municipal de Bomberos: también iba contra la libertad.

Ciertamente que aquellos Gobiernos burgueses de Londres y París asumieron una serie de medidas cívicas para frenar y paliar el daño social que causaba el capitalismo liberal, pero también por temor al auge que ya en los años 1860 y 1870 cobraba el Movimiento Obrero europeo, en el que despegaban con fuerza sus variantes anticapitalistas, especialmente la variante apolítica anarcosindicalista, la heredera más directa del preámbulo que fue el owenismo, y también la variante política del socialismo marxista. (Temas del que nos ocuparemos en el artículo del número próximo.)

0 comentarios