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Polémica

Las oscuras razones de las transformaciones educativas

Las oscuras razones de las transformaciones educativas

Xavier DÍEZ

La aprobación de la conflictiva LEC (Llei d'Educació de Catalunya, aprobada en 2009) y la aplicación del no menos controvertido Plan Bolonia han situado la educación en el punto de mira, comprobando, una vez más, cómo el estamento político permanece impasible frente a las numerosas manifestaciones en desacuerdo.

 

Pocos sospechaban que la institución escolar llegaría a estar tan cuestionada como lo ha sido a lo largo de esta década. Años atrás, los sistemas educativos occidentales aparentaban solidez y estabilidad. Algunas modas metodológicas sacudían con cierta frecuencia los debates pedagógicos, o se ensayaban nuevas fórmulas de estructuración curricular. Pero nada hacía presagiar el peso de unos cambios que tratan de subvertir, a nivel global y local, las formas, contenidos y esencias de una de las bases fundamentales de los estados de bienestar.

Pruebas PISA, informes elaborados por fundaciones pantalla de lobbies económicos sobre el presunto estado catastrófico de los sistemas educativos o acusaciones difamatorias lanzadas por opinadores profesionales contra docentes, familias y alumnos por presuntas faltas de responsabilidad, esfuerzo o profesionalidad envían a la escuela al banquillo de los acusados o al diván del psicoanalista.

Cualquier análisis profundo capaz de separar información de propaganda, no tardará en apercibirse de una estudiada estrategia de descrédito orquestada desde instancias del poder político y económico con el objetivo de forzar cambios legales en la educación, tanto a nivel local (es el ejemplo de la Llei d'Educació de Catalunya) como global (el conocido Plan de Bolonia). Los objetivos, el qui prodest, mantiene un idéntico trasfondo; un cambio de paradigma en la esencia, planteamiento, estructura y finalidades de la educación para poder arrebatar la educación al estado y entregarla, cautiva y desarmada, a la lógica implacable del poder económico.

Orígenes y desarrollo de los sistemas educativos públicos

Aunque el futuro educativo se nos presenta inquietante, no deberíamos caer en la trampa de la nostalgia por el pasado. Los sistemas educativos han estado siempre al servicio del poder. Como recuerda el profesor y sindicalista belga Nico Hirtt,[i] la escuela pública, obligatoria, universal y gratuita, tal como la conocemos, fue un sofisticado instrumento al servicio de los estados-nación que respondía a un doble objetivo. Una instrucción básica y adecuada según cada segmento social, para adaptar una población mayoritariamente campesina a los nuevos requerimientos de la revolución industrial, y una catequización ciudadana donde la religión pasa a ser substituida por el culto a la nación, a partir del cual se enseña a obedecer al estado. Es el modelo cuya obra maestra es la escuela republicana forjada bajo el mandato del Ministro de Instrucción Pública de la III República Francesa, Jules Férry (1879-1880). Férry expulsa las órdenes religiosas de la educación y otorga al estado, fuerte, centralizador, el monopolio de la enseñanza. Su objetivo es convertir a los habitantes de Francia en franceses. Cada país reflejará en su sistema educativo sus peculiaridades respecto a los equilibrios políticos internos. En el caso español, marcado por abismales diferencias de clase y la pervivencia de las estructuras de poder del antiguo régimen, las élites son educadas por la iglesia (a menudo por las órdenes expulsadas de Francia, transmitiendo un odio profundo al republicanismo y la laicidad) mientras que las clases populares son abandonadas a su suerte, dejando en manos de ayuntamientos sin recursos una instrucción precaria que propicia, en los albores del siglo XX, un analfabetismo en torno al 60% de la población.

El invento de los sistemas educativos estatales resulta un instrumento adaptable a la evolución del sistema económico. El «taylorismo», o la producción en cadena, tiene su reflejo en la escuela graduada. El alumno pasa por diferentes cursos y asignaturas como si pasara por una cadena de montaje, y debe superar los controles de calidad bajo la fórmula de una evaluación constante y permanente. Aún así, el sistema en su conjunto es considerado favorablemente porque su estructura permite uno de los principales instrumentos legitimadores del sistema capitalista: la promoción social. Si bien los estudios se hallan estructurados en tres niveles; un nivel básico de enseñanza primaria para clases bajas, una profundización técnica y cultural de educación secundaria para clases medias, y unos estudios superiores a la par que espacio de sociabilidad privilegiado en la universidad, para las élites. En teoría, el conjunto del sistema permite la ascensión social gracias a la meritocracia y la acreditación mediante títulos académicos. A la práctica, especialmente en sociedades clasistas y excluyentes como la española, las cosas no resultan tan sencillas.

El impacto de las revoluciones sociales del siglo XX fuerza, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, a establecer amplias estructuras institucionales legitimadoras del poder político. Se trata del estado del bienestar. Yen este sentido, la educación pública se convierte en uno de sus fundamentos básicos. Se refuerzan, pues, los mecanismos de promoción social. Se alargan los años de escolarización (se pasa la educación obligatoria de los 10-12 años hasta los 14-16), las clases bajas acceden a la educación secundaria, y las medias llegan a la universidad, que se masifica en los países occidentales a partir de los sesenta, y en España, con un considerable subdesarrollo social[ii] (el monopolio educativo de las élites y clases medias permanece en manos de la iglesia gracias al botín de guerra obtenido tras 1939) en los ochenta. A pesar de multitud de problemas, el sistema está aceptado porque responde a expectativas colectivas, tiene la capacidad de hacer crecer a sectores medios, y sobre todo permite creer a millones de personas que la educación representa un poderoso ascensor social, mientras se amplía el número de familias que participan de una atractiva sociedad de consumo.

La ciudad sitiada

Ello no es precisamente bien visto por las viejas élites, especialmente anglosajonas, resentidas por las políticas del New Deal y del Wellfare. Progresividad fiscal, y cuestionamiento de su posición social por parte de lo que consideran una invasión de advenedizos es concebido como una amenaza por las principales fortunas, las cuales acogen con los brazos abiertos a quienes desde la Universidad de Chicago, y alrededor de los economistas Friedrich von Hayek y Milton Friedman proponen, en un discurso disfrazado de modernidad, el regreso al viejo orden de capitalismo despiadado, dellaissezfaire, laissez passer. Dispuestos a experimentar sus recetas económicas, desembarcan en Chile y Argentina a los pocos días de sendos golpes militares organizados por la CIA, y pasan a diseñar las políticas económicas que serán referencia en la actualidad.[iii]

La imposición (mediante las armas y la diplomacia del FMI) de lo vino a denominarse neoliberalismo, es dramático. Se procede a demoler los sistemas educativos públicos, se potencia la creación de una red de centros elitistas, y se rompe con la idea de la escuela como espacio de ciudadanía y el principio de meritocracia.

Las clases medias asisten impotentes y aterrorizadas a su práctica extinción, no solamente por la caída en los niveles de vida y el deterioro de las condiciones laborales, sino por la certidumbre que sus hijos, ante sistemas educativos en coma inducido, verán rebajar su estatus y expectativas respecto a sus padres. Sería fácil ver en esta obra el egoísmo de unas clases altas que ven en los ajustes presupuestarios el intento de beneficiarse de amplios recortes fiscales y degradación de las condiciones laborales y salariales de sus trabajadores. Pero va mucho más allá, porque responde al resentimiento contra las políticas redistributivas de Roosevelt, pero también ante las iniciativas en la dirección de la igualdad social de los gobiernos de Allende o Perón. Un odio de clase disimulado tras un discurso economicista.

La caída del muro de Berlín, en 1989, desvanecido el fantasma revolucionario, supone el tiro de gracia al propio concepto del Estado del bienestar. A partir de los noventa, y desde la práctica colonización de las facultades de ciencias económicas y las escuelas de negocios, y de la irrupción de una segunda generación de neoliberales, los neocón, procedentes del trostkismo académico, y por lo tanto, con grandes habilidades para manipular discursos y conseguir una hegemonía ideológica de carácter gramsciano mediante un intenso trabajo de fundaciones pantalla, control de medios de comunicación y mecenazgo-patrocinio de intelectuales sumisos, se produce una ofensiva política contra los principios que habían guiado a las sociedades europeas; bienestar, seguridad laboral, plena ocupación, cohesión, y sobre todo, posibilidades de promoción social. Frente a los valores clásicos de la sociedad del bienestar, asumidos a medias entre la democracia cristiana y la social democracia, se impone un sofisticado discurso favorable a la libertad económica y la responsabilidad individual. El reverso de la moneda consiste en la pérdida de derechos laborales y la idea que la pobreza o riqueza es fruto de la acción personal. La primera, presentada como causa de la incapacidad, debe ser castigada. La segunda, un mérito que debe ser premiado. Todo ello es presentado como una ley divina, que sirve para justificar bajadas impositivas a los ricos y aumentarlos (indirectamente) a los pobres, o que se incrementen los fondos a las escuelas para los más favorecidos, arrebatándolos a las de los más desfavorecidos.

Esto se traduce en unas políticas educativas consistentes en el progresivo abandono del sistema educativo público. Una muerte lenta y dolorosa por inanición. Desinversión, masificación, especialización de los centros según cada clientela social. ¿Por qué?

La escuela pública ha dejado de ser útil en este cambio de paradigma. Si un centro educativo debía forjar a la ciudadanía, mantenía una estructura más o menos democrática, y debía compensar las desigualdades sociales, estas funciones deben ser reemplazadas. En este nuevo modelo global, donde el capitalismo debe sustituir a la nación como objeto de culto, y el alumno aprender a obedecer al estado, la escuela tiene que adaptarse a las nuevas estructuras sociales e ideológicas. Por tanto, la escuela debe ser gestionada como una empresa y el estudiante, aprender a obedecer a la compañía. En una sociedad con menor movilidad social, la política educativa debe serrar el cable del ascensor social, y propiciar una estructura donde las clases bajas queden aparcadas en una vía muerta, sin demasiadas expectativas, mientras las respectivas familias, con mayores presiones laborales, precariedad, tensión y unos horarios más prolongados, trabajan para poder sostener a una economía financiera (hinchando con su actividad nuevas burbujas). En todo este contexto, la escuela, donde el profesorado todavía sigue pensando en los valores del estado del bienestar, concibiendo la escuela como un templo de acceso al conocimiento, se convierte en una ciudad asediada por hordas de bárbaros globalizadores, que esperan asaltar para destruirla y hacerse con un importante botín de guerra.[iv]

En el caso español existen especificidades. Como sociedad subdesarrollada por la acción del franquismo, hereda una doble red escolar. La primera, perteneciente a la privilegiada iglesia católica, es el lugar donde se educan mayoritariamente la clase alta y media-alta. La segunda, una escuela pública de expansión paralela a la recuperación de una frágil democracia. Pero precisamente durante los años setenta y ochenta, la pública atrae hacia la docencia a la aristocracia de la clase baja y media baja, con una declarada voluntad de construir una sociedad democrática y fundamentada en la equidad. Ello permite crear una estructura cooperativa y participativa en la gestión, y una cierta pasión por experiencias educativas innovadoras; escuela activa, renovación pedagógica, un intenso asociacionismo, una obsesión por la renovación educativa y la formación permanente,... Todo esto se traduce en un portentoso salto adelante, que permite pasar de un índice de fracaso escolar global, en las postrimerías del franquismo, de un 40% hasta el 17% actual.[v]

Como puede observarse en la gráfica, el fracaso escolar no es neutro desde un punto de vista social, sino que afecta especialmente a las clases más bajas. También se observa una evolución positiva del fenómeno hasta 2001, en el cual el fenómeno vuelve a crecer. Sería fácil asociar este repunte al fenómeno de la inmigración, que pasa del 2% este año, al 17% actual (datos referentes a Cataluña), pero lo que sucede es la implementación de una organización escolar cada vez más jerarquizada y tecnocrática, de acuerdo con los nuevos postulados político-económicos dominantes, que hacen retroceder al profesorado en su participación, independencia y creatividad.

Colonizar la educación

El término «globalización» debería ser considerado como un eufemismo. El significado profundo de la palabra implica una verdadera «colonización», la expansión indiscriminada del capital transnacional hacia aquellos ámbitos todavía a salvo de la lógica del beneficio económico. Es así cómo deben entenderse las olas privatizadoras. La deconstrucción de los estados del bienestar implica abrir las puertas a «inversores» de aquellas tierras sagradas que habían permitido crear políticas de cohesión o resultaban espacios estratégicos de los estados. La sanidad, la seguridad social, la seguridad, la energía, y, por supuesto, la educación. El crecimiento económico de la última década tenía mucho que ver con la colonización de estos espacios vírgenes. La apropiación privada de bienes colectivos, a partir de su explotación intensa, o la generación de cadenas de subcontratación, el aumento de márgenes de beneficio por la precarización del trabajo, o el acceso privado al dinero público permitieron aumentar unos rendimientos financieros que, como mucho, han beneficiado a una décima parte de las sociedades occidentales. Hospitales públicos gestionados por empresas privadas, externalizaciones de servicios, incremento de beneficios a partir de la sobreexplotación de trabajadores a partir de la lógica de los «incentivos» o «objetivos»), malversación privada de fondos públicos, fondos de pensiones privados para alimentar burbujas especulativas,... esta es la herencia que ha dejado la participación del mercado en las antiguas instituciones del estado del bienestar.

Ante este panorama, como explica el empresario y escritor francés Azziz Senni, el ascensor social está averiado. La escuela ha dejado de funcionar como elemento de promoción social, si es que realmente llegaron a funcionar así alguna vez. De hecho, las generaciones mejor formadas en España, que llegaron a la universidad en las décadas de los ochenta, noventa y hasta el momento actual, se encontraron con que sus títulos académicos valían bastante menos que la pertenencia a determinadas redes familiares. A la hora de encontrar un buen trabajo, un doctorado no puede compararse con el hecho de ser el hijo del jefe. Tener estudios, a pesar de mejorar las expectativas laborales, no libra a las jóvenes generaciones de caer en la subocupación o adquirir la condición de mileurista. En un país caracterizado por la existencia de numerosas, pero ineficaces pequeñas y medianas empresas, con actividades económicas de escaso o nulo valor añadido, condicionado por el nepotismo y la escasa preparación intelectual del empresariado, la inversión económica y temporal en estudios superiores no siempre compensaban a los sectores sociales más modestos. La propia OCDE señala que España es uno de los estados europeos con menor diferencia salarial entre titulados universitarios y trabajadores no cualificados.[vi] Esto conlleva bajos estímulos para el estudio, y explica parcialmente que durante la última fase económica expansiva se experimentará un repunte del abandono escolar prematuro. La facilidad de hallar trabajo poco cualificado, pero con la oportunidad de beneficiarse del 25% de la economía sumergida, atrajo a demasiados estudiantes.

Ante este conjunto de situaciones, especialmente ante el último período de crecimiento asimétrico, la estructura de clases se ha resentido. Por una parte, sectores medios, que ven cuestionado su estatus por políticas de reestructuración laboral, tratan de blindar su posición social respecto a los estratos inmediatamente inferiores, mediante el apoyo a políticas restrictivas. La amplia porción de la clase media-baja, deja de confiar en la institución escolar como instrumento de promoción social. La creciente infraclase de excluidos, autóctonos empobrecidos y nueva inmigración extracomunitaria refuerzan su condición marginal. Paralelamente a intensos procesos de segregación urbana asociados a la reciente especulación inmobiliaria, se han reforzado la segregación escolar. Ello, combinado con la preexistencia de una amplia red de escuelas privadas (en su mayor parte confesionales), que mantienen el privilegio, de facto, de derecho de admisión, ha propiciado una especialización de escuelas según clase social. Centros privados de élite, concertados para clases medias, y escuelas públicas de suburbio donde conviven descendientes de la vieja inmigración rural autóctona con la nueva inmigración extracomunitaria. La novedad consiste en que determinados centros públicos, con una clientela perteneciente a sectores más favorecidos, van adquiriendo hábitos y estrategias de las privadas, como sucede por ejemplo, en Francia, donde se observan falsos empadronamientos para evitar mezclas sociales.

Ante este contexto de movimientos sociales descendientes, hacia unas escuelas que promueven una determinada «especialización clasista», los partidos políticos han agitado el miedo de las familias respecto a la convivencia con la nueva pobreza. Han adoptado como reclamos electorales, conceptos procedentes de las desestructuradas sociedades anglosajonas, como el del «cheque escolar». La capacidad de escoger escuela se convierte en la posibilidad de escoger compañeros de clase (alta o media, por supuesto), que en el caso español suelen ser de titularidad privada. Los medios de comunicación, con importantes dosis de sensacionalismo, contribuyen a este clima de inquietud, dibujando un presunto estado educativo apocalíptico, exagerando índices de fracaso o problemas de convivencia. Se da la paradoja que el profesorado de la enseñanza pública está seleccionado de manera más rigurosa, posee una formación más sólida y continuada y demuestra día a día su vocación innovadora respecto a los centros elitistas. O que incluso la indisciplina escolar ha disminuido considerablemente durante los últimos años. Sin embargo, en una época de información superficial, y ante un material sensible como la educación de los hijos, la manipulación del miedo de los padres se convierte en una inagotable reserva de energía electoral en la progresiva politización educativa.

Esta nueva presión mediática, y lo que se viene a denominar «innovaciones» en gestión escolar (más bien «involuciones») convierten el derecho constitucional a la educación en un simple producto de consumo, que como sucede plenamente en Inglaterra o Estados Unidos, es susceptible de intensas campañas publicitarias a la búsqueda de los alumnos más brillantes y las familias más solventes. De hecho, en estos países, la competencia entre escuelas implica que incluso los centros públicos se anuncien en los medios garantizando «resultados», cuando lo que permiten es capacidad de seleccionar alumnado por capacidades y procedencia, potenciando en cierta manera, una intensa cirugía social, la estética sin ética propia de una sociedad de mercado, donde el bienestar cuelga también un cartel donde se advierte del derecho de admisión.

Una vieja escuela para un nuevo paradigma social

La «necesidad» de reformas educativas han sido el fruto de este nuevo contexto social y económico, en el cual se traspasa la responsabilidad del «éxito» o «fracaso» personal hacia unas familias cada vez más presionadas por el nuevo capitalismo. Con la omnipresencia del mercado como creencia compartida y el consumo compulsivo como religión oficial, la política asume que la escuela debe transmitir los nuevos valores empresariales, debe gestionarse como una empresa, y basarse en valores como eficiencia, eficacia, cultura de rendición de cuentas, acompañada de una retórica vacía de contenido como excelencia o cultura del esfuerzo (el de los empleados, se entiende). Principios como democracia, autogestión, participación o cooperación, deben ser desterrados, descalificados bajo el epígrafe de utópicos. Desde la nueva religión economicista, se considera a la escuela como una sociedad a escala de la realidad, donde la competencia despiadada, los resultados, la obsesión evaluadora, los ranking, los liderazgos y la estigmatización de los perdedores se convierten en los nuevos valores impuestos por este reinventado darwinismo social.

En este contexto, y para justificar este nuevo orden, aparecen determinadas «innovaciones» como la flexibilidad curricular o las basic skills (traducidas aquí como «competencias básicas») que permiten justificar desde la pedagogía esta opción darwinista. Conocimientos profundos, basados en los contenidos tradicionales, humanidades para que las élites aprendan a pensar y mandar; currículos adaptados, con un suave y superficial barniz cultural, y habilidades vinculadas al mundo laboral para que la mayoría aprenda a trabajar y obedecer.

Otro factor complementario condiciona los debates educativos. Ante las presiones crecientes y desreguladoras del ámbito laboral de los padres, que deben trabajar más para obtener menos, la escuela «debe» adaptarse para ir adoptando un papel crecientemente asistencial. En los últimos tiempos se discute excesivamente sobre la presunta necesidad de reducir las vacaciones escolares o aumentar la escolarización de los niños, olvidando que el objetivo teórico de las instituciones es ofrecer una educación de calidad. En Cataluña, el gobierno de izquierdas, excesivamente dependiente de una política caciquil en los suburbios, con necesidad de impresionar a personas de escaso nivel cultural o habilidades sociales, se inventó una sexta hora de clase para los alumnos de primaria que ha hecho del Principado la región europea con mayor número de horas de clase anuales (1.050 respecto a las 790 de media UE y 810 españolas). Los resultados han sido catastróficos. Un 67% de los docentes afirman que tras esa medida han aumentado los problemas relacionados con la atención y la disciplina, y los estudios oficiales demuestran que los centros que se mantienen con las cinco horas convencionales aventajan de manera considerable a aquellos que someten a niños de cinco y seis años a jornadas superiores a la de los trabajadores holandeses adultos. Todo ello significa que entre las clases bajas se fomenta un discurso que asimila la escuela a un parking de niños y adolescentes. Esto supone una devaluación considerable de la institución escolar y degrada aún más a la escuela a ojos de la opinión pública.

El pensamiento económico y social dominante, que a diferencia del socialismo tradicional pretende extender las desigualdades, considera que la escuela pública ha dejado de resultar útil, tal como la entendíamos hasta ahora. Por ello, trata de subvertir sus formas, principios, objetivos y contenidos. Pretende hacer de ella una plataforma de difusión de su ideología: superioridad del mercado, competencia, jerarquía (de aquí viene la tendencia al abuso de la palabra liderazgo y su obsesión por reforzar a las direcciones), cultura empresarial, autoritarismo y desigualdad.

Docentes al paredón

Ante este panorama, existe un colectivo molesto: el profesorado. En el caso español, ya hemos comentado que la escuela democrática de finales de los setenta, principios de los ochenta atrajo a un número considerable de maestros y profesores, impregnados de valores pedagógicos y de compromiso social, dispuestos a utilizar la educación para construir una sociedad democrática y equitativa. Hoy, ante valores dominantes antagónicos, representan unos testigos incómodos a los que resulta necesario neutralizar. Así como las tropas nacionales propiciaron un exterminio o depuración del magisterio (al fin y al cabo, los maestros eran la encarnación del progreso y la ilustración), se ha activado un discurso hostil hacia la profesión docente a la búsqueda de su descrédito. Desde amplios sectores de tertulianos se les responsabiliza del fracaso escolar, se les acusa de corporativismo, indolencia, pasividad y escasa implicación. Se asimila su condición de funcionarios (que asegura su independencia y libertad de cátedra) a la de privilegiados. Se le atribuyen todos los pecados en un mundo donde la ideología del nuevo capitalismo coloniza hasta lo más íntimo de la esfera privada. Que no haya ningún fundamento para ello no tiene importancia. Los nuevos conservadores han leído a Gramsci y Orwell y saben como tergiversar la realidad. Se trata de destruir su imagen pública para conseguir un doble objetivo: su desmoralización para neutralizar toda resistencia a la agenda neoliberal, y la devaluación de su rol que lo degrade socialmente. Quienes habían ejercido un cierto liderazgo comunitario ven desvanecerse así su influjo en una sociedad con valores antagónicos respecto a los que habían motivado su vocación.

De hecho, los cambios legislativos presentes y futuros van destinados a eliminar su tradicional autonomía en el aula para convertirlos en meros transmisores de las consignas emanadas desde las alturas de los despachos políticos. Para ello, se sumerge a la profesión bajo una dinámica de presiones implacables. La evaluación constante y fiscalizadora a su tarea, la erosión de sus derechos, las continuas exigencias laborales, una absurda y creciente carga burocrática, un clima de trabajo más exigente y jerarquizado, la ruptura de solidaridad profesional bajo el peso de la diferenciación salaria y de estatus, y el reforzamiento de direcciones cada vez más gerenciales. Puede parecer exagerado, pero esto ya ha sucedido. En una conferencia reciente, el pedagogo y sindicalista inglés Richard Hatcher explicaba como el gobierno neolaborista de Tony Blair, tras la década infame de Margaret Tatcher, había conseguido la colonización neoliberal total de la educación.[vii] Tras someter a presión constante a los docentes, obligarles a mejorar continuamente los resultados (a pesar que los márgenes de mejora tienen límites físicos), vincular sus condiciones salariales a los resultados, dejarlos en manos de directores-administradores consiguió:

  1. reducir la educación a una simple preparación para superar test continuados, banalizando los contenidos;
  2. rebajar condiciones laborales para entrar en una dinámica de desinversión pública en educación;
  3. introducir la empresa privada en diversos segmentos educativos como la evaluación, la formación permanente o la inspección educativa;
  4. reforzar la diferenciación de escuelas por clase social;
  5. potenciar la entrada de empresas de capital-riesgo en el mercado educativo, con la intención de que éstas pudieran condicionar la política nacional o local (la española Ferrovial controla algunos institutos de secundaria), o lo que es lo mismo, preparar el terreno para una corrupción masiva como la que salpica cotidianamente al laborismo.

La parte más visible de estas «innovaciones» ha consistido en una deserción considerable y preocupante del profesorado. Pero no huye de la escuela quien quiere, sino quien puede. Y son precisamente los docentes más calificados y con mayor experiencia quienes han abandonado la enseñanza hacia otras profesiones más reconocidas y menos exigentes psicológicamente. En contraposición, se ha generado un déficit de vocaciones que ha obligado a las autoridades educativas a buscar docentes entre inmigrantes extranjeros, principalmente de Sudáfrica, Pakistán o India para suplir unas vacantes cada vez menos deseables. O que sean auxiliares, sin titulación universitaria o preparación específica, quienes vayan asumiendo mayores responsabilidades en tareas educativas. No resulta muy diferente de lo sucedido en la sanidad pública británica, que recurre a profesionales de Portugal, España o estados de Europa Oriental, no siempre capaces de atender correctamente a un paciente inglés cada vez más quemado por la política de degradación de los servicios públicos.

Notas


[i] Nico Hirtt; Los nuevos amos de la escuela. El negocio de la enseñanza. Minor, Madrid, 2003.

[ii] Vicenc Navarro, El subdesarrollo social en España. Causas y consecuencias, Anagrama, Barcelona, 2006.

[iii] Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2008.

[iv] Xavier Diez; «La ciutadella assetjada. La globaliztació a l'assalt dels sistemes educatius públics», a Docencia, nº. 27, diciembre de 2007, pp. 4-11.

[v] Las cifras que muestran los medios de comunicación, alrededor del 25-30%, contabilizan a quienes no obtienen el graduado en educación secundaria a los 16 años. Pero la estadística que se cita en este artículo corresponde al Instituto Nacional de Estadística y muestra los datos de la Encuesta de Población Activa, contabilizando a las personas que tienen 19 años. La diferencia entre una y otra tiene que ver con repetidores que se gradúan, alumnos que vuelven al sistema, siguen estudios nocturnos o para personas adultas, que son tramos educativos que han sido recortados drásticamente en los últimos años por las autoridades educativas, por lo que deberíamos hablar de fracaso escolar inducido. Además, debe tenerse en cuenta que el fracaso escolar hasta 1994 contaban con ocho cursos de escolaridad obligatoria, que contrastan con los diez actuales.

[vi] El País, 21-IX-2007

[vii] Richard Hatcher: «El sistema escolar angles: una lliçó per a Catalunya?», Docencia, nº. 28, abril 2008, pp. 4-17.

Publicado en Polémica, n.º 97, marzo de 2010

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