El federalismo integral de Bakunin
Ángel J. CAPPELLETTI
La vigorosa e inquietante personalidad de Bakunin y, lo que es más importante, la claridad de su pensamiento, han movido a numerosos escritores y calificados sociólogos, al estudio de sus ideas y de su trayectoria humana.
Pocos, sin embargo, han alcanzado el rigor analítico y la valoración profunda con que el profesor Ángel J. Cappelletti estudia la obra bakuniniana. Este trabajo trata un importante aspecto del pensamiento de Bakunin, cuya actualidad nos parece oportuna con respecto al proceso socio-político español.
La doctrina federalista no es, sin duda, una invención de Bakunin. Son muchos los autores que, antes que él, han hablado de federalismo (aun sin utilizar siempre este nombre) en la historia del pensamiento europeo moderno.
Ya Godwin, en su Investigación acerca de la justicia política, y aún antes Helvetius y Rousseau, habían propuesto como único remedio a la concentración del poder y a lo que llamaríamos hoy «imperialismo», el ideal de una multitud de pequeños Estados (más o menos vinculados entre sí por pactos y acuerdos mutuos).
Pero el gran campeón de la idea federal en la primera mitad del siglo pasado, el que la llevó hasta sus últimas consecuencias sociales y económicas fue sin duda, P.J. Proudhon, quien reivindica para sí su paternidad, cuando dice, al comienzo de El principio federativo: «La teoría del sistema federal es nueva; creo hasta poder decir que no ha sido formulada por nadie».
Con Bakunin, sin embargo, el federalismo adquiere nuevos matices, al vincularse al colectivismo por una parte y a la idea de la revolución por la otra.
Con ocasión del Congreso realizado en 1867 por la «Liga de la paz y la libertad», en Ginebra, Bakunin trató de aclarar el concepto de federalismo, llevándolo hasta sus últimas consecuencias lógicas. El principio del federalismo fue adoptado por dicho Congreso de modo unánime. Sin embargo, no ha sido bien formulado en las resoluciones. Según Bakunin, que indudablemente quiere ir más allá de los congresistas, pese a que dice interpretar su «sentimiento unánime», se debe proclamar:
- Que para salvaguardar la paz y la justicia sólo hay un medio: constituir los Estados Unidos de Europa.
- Que estos Estados no podrán formarse jamás con los Estados tal como al presente existen.
- Que una confederación de monarquías es una burla, impotente para garantizar la paz y la libertad, tal como se demostró en la Confederación Germánica.
- Que ningún Estado centralizado, burocrático y militar, aunque sea republicano, podría integrar una confederación internacional, ya que al estar fundado en un acto de violencia sobre sus propios miembros no podrá fundarse en la paz y en la justicia en sus relaciones con otros Estados.
- Que en cada país es necesario sustituir la vieja organización vertical por una nueva, cuyas únicas bases sean los intereses y necesidades de los pueblos, y cuyo único principio sea la federación de los individuos en comunas, de las comunas en provincias, de las provincias en naciones, de las naciones en los Estados Unidos de Europa, primero, y del mundo, más tarde.
- Renuncia total al llamado derecho histórico de los Estados.
- Reconocimiento del derecho de toda nación, de todo pueblo, de toda provincia, de toda comuna a una completa autonomía, siempre que no amenace la autonomía ajena.
- El derecho de la libre reunión y de la secesión igualmente libre de un país con respecto a otro es el primero y principal de los derechos políticos.
- Ningún partido democrático europeo podrá aliarse con los Estados monárquicos, ni siquiera para lograr la independencia de un país oprimido.
- La Liga debe proclamar su simpatía por toda insurrección nacional contra cualquier clase de opresión, sea ésta externa o interna, con tal que tal insurrección se realice en interés del pueblo y no con la intención de fundar un Estado.
- La Liga combatirá lo que se denomina gloria y potencia de los Estados, a las cuales opondrá la gloria de la inteligencia humana.
- La Liga reconocerá la nacionalidad como un hecho natural, pero no como un principio.
- El patriotismo que tiende a la unidad prescindiendo de la libertad es negativo y funesto para los intereses del pueblo, por lo cual la Liga no reconocerá sino la unidad que surja libremente por la federación de las partes autónomas en el todo.
Para Bakunin, éstas son «las consecuencias necesarias de ese gran principio del federalismo que ha proclamado solemnemente el Congreso de Ginebra», y tales son, además, las condiciones absolutas, aunque no únicas, de la libertad y de la paz. Cuando Bakunin escribe esto –estamos citando su obra titulada Federalismo, socialismo, y anti-teologismo– hace muy poco que ha concluido en los Estados Unidos de Norteamérica la Guerra de Secesión. En su deseo de dar a los miembros de la Liga (que reúne, por cierto, a lo más granado de la intelectualidad liberal de Europa, como Stuart Mill, John Bright, etc.) una concepción integral del federalismo, que supere los estrechos límites del federalismo político, apela precisamente a la situación que originó esa guerra civil reciente. Los Estados del sur han sido siempre federalistas; su organización política era, por eso, más libre aún que la de los Estados del Norte, «y sin embargo, últimamente se han atraído la reprobación de los partidarios de la libertad y de la humanidad en el mundo, y por la guerra inicua y sacrílega que han fomentado contra los Estados republicanos del Norte derribaron y destruyeron la más hermosa organización política que haya existido jamás en la historia».
La causa de este hecho no es política sino enteramente social: tan magnífica organización política tiene, como las repúblicas de la antigü̈edad, una mancha que la afea y echa a perder. En dichos Estados, en efecto, «la libertad de los ciudadanos ha sido fundada en el trabajo forzoso de los esclavos». y esto basta para transformar la más bella democracia política en el más hipócritamente tiránico de los regímenes. Una libertad política que se funda en la opresión social debe considerarse enteramente falsa.
En el mundo moderno el antagonismo fundamental se da igual que en el antiguo, entre ciudadanos y esclavos, porque si en América recién se acaba con la esclavitud propiamente dicha, en Europa subsiste una esclavitud no de derecho sino de hecho, que obliga a las grandes masas proletarias a vender su trabajo a los dueños de los medios de producción. Puede suceder, por cierto, que así como los Estados antiguos perecieron por la esclavitud, los modernos mueran por el proletariado.
La lucha de clases constituye, pues, para Bakunin, un hecho fundamental en la sociedad antigua y moderna. En esto su posición aparece muy próxima a la de Marx, aun cuando Bakunin no acepte el materialismo histórico en cuanto implica una filosofía monista de la historia. Considera la lucha de clases como uno de los motores –con frecuencia el principal–, pero no como el único motor del acontecer histórico.
La existencia de las clases no puede ponerse en duda para él. Es inútil argüir que el antagonismo que las separa es más ficticio que real o que no se puede establecer una línea que divida las clases propietarias de las desposeídas, según hacían –y, en cierto sentido, siguen haciendo– muchos sociólogos y economistas burgueses. El hecho de que existan entre unas y otras, matices intermedios no significa que la división no se pueda establecer con claridad, del mismo modo que el hecho de que, entre plantas y animales y entre animales y hombres se den también muchos estados de transición, no impide, que en general, se diferencie con certeza entre una planta y un animal, entre un animal y un hombre. «A pesar de las posiciones intermedias que forman una transición insensible de una existencia política y social a otra, la diferencia de las clases, sin embargo, es muy marcada, y todo el mundo sabe distinguir la aristocracia nobiliaria de la aristocracia financiera, la alta de la pequeña burguesía, y ésta última de los proletarios de las ciudades y de las fábricas; lo mismo el gran propietario latifundista, el rentista, el campesino propietario que cultiva la propia tierra, el granjero, el simple proletario del campo».
Todas estas diferencias se reducen, para Bakunin, en la sociedad de su tiempo, a un antagonismo fundamental: las clases propietarias de la tierra y de los medios de producción o, por lo menos, de la educación burguesa, a las cuales llama clases políticas, y las que carecen de capital, de tierra y de instrucción, a las que denomina clases obreras. «Habría que ser un sofista o un ciego para negar la existencia del abismo que separa hoy esas dos clases. Como el mundo antiguo, nuestra civilización moderna, que comprende una minoría comparativamente muy restringida de ciudadanos privilegiados, tiene por base el trabajo forzado (por el hambre) de la inmensa mayoría de las poblaciones, consagradas fatalmente a la ignorancia y a la fatalidad».
Contra lo que suponen muchos reformistas burgueses y hasta algunos socialistas, Bakunin considera enteramente vana la esperanza de salvar dicho abismo por la instrucción del pueblo. No niega la utilidad de las escuelas populares, pero con sentido realista se pregunta si el proletario abrumado por el trabajo –en 1868 las jornadas eran en la industria de todos los países europeos de 10 y 12 horas, por lo general– querrá enviar los hijos a la escuela o si preferirá ponerlos a trabajar lo antes posible para aliviar la difícil situación de la familia. En el mejor de los casos los mandará durante uno o dos años, con lo cual aprenderán a leer, escribir y contar. Pero tal nivel de instrucción evidentemente no bastará, ni mucho menos, para salvar el abismo que los separa de la cultura burguesa.
El problema de la educación y la cultura de los proletarios requiere, pues, un planteamiento inverso, siguió Bakunin: «Es evidente que la cuestión tan importante de la instrucción y de la educación populares depende de la solución de esta otra cuestión tan difícil de una reforma radical en las condiciones económicas actuales de las clases obreras. Modificad las condiciones de trabajo, dad al trabajo todo lo que según la justicia le corresponde y, por consiguiente, dad al pueblo la seguridad, la comodidad, el ocio, y entonces, creedlo, se instruirá y creará una civilización más vasta, más sana, más elevada que la vuestra».
Los economistas y sociólogos burgueses arguyen que el mejoramiento de la clase obrera depende del progreso general y del incremento de la industria y el comercio, lo cual supone la más completa libertad para la empresa privada. Los librecambistas de 1868 argumentaban, como se ve, de modo análogo a los desarrollistas de hoy.
Bakunin, que no deja de recordar a veces que habla a burgueses –burgueses liberales, pero burgueses al fin–, no ataca la libertad de la industria y el comercio, que éstos reclaman, pero les recuerda que «mientras existan los Estados actuales y mientras el trabajo continúe siervo de la propiedad y del capital, esa libertad, al enriquecer una mínima porción de la burguesía en detrimento de la inmensa mayoría del pueblo, no producirá más que un solo bien, el de enervar y desmoralizar más completamente al pequeño número de los privilegiados, el de aumentar la miseria, los agravios y la justa indignación de las masas obreras, y por eso mismo, el de acercar la hora de la destrucción de los Estados».
Es necesario reconocer, según Bakunin, que en el mundo moderno la civilización de una pequeña minoría, se basa, igual que en el mundo antiguo, sobre el trabajo forzado y la barbarie de la mayoría.
Esto no quiere decir –aclara– que las minorías no trabajen en absoluto, pero la índole del trabajo que realizan, infinitamente más grato o mejor retribuido, les permite el ocio, condición indispensable del desarrollo intelectual y moral, ocio del cual no disponen jamás los proletarios. Bakunin contrapone el trabajo manual –que llama «trabajo muscular»– y el trabajo intelectual –que denomina «trabajo nervioso»–. Esta división, «no ficticia sino muy real, que constituye el fondo de la situación presente tanto política como social», tiene la siguiente consecuencia: «Para los representantes privilegiados del trabajo nervioso (que, entre paréntesis, en la organización actual están llamados a representar la sociedad, no porque sean los más inteligentes, sino sólo porque han nacido en medio de las clases privilegiadas), todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización actual: la riqueza, el lujo, el confort, el bienestar, las dulzuras de la familia, la libertad política exclusiva con la facultad de explotar el trabajo de los millones de obreros y de gobernarlos a capricho y en su interés propio, todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y del pensamiento... y, con el poder de convertirse en hombres completos, todos los venenos de la humanidad pervertida por el privilegio. Para los representantes del trabajo muscular, para esos innumerables millones de proletarios y también de pequeños propietarios de la tierra ¿qué queda? Una miseria sin salida, sin las alegrías de la familia siquiera, porque la familia se convierte en una carga para el pobre; la ignorancia, una barbarie forzosa, casi una bestialidad, diríamos, con el consuelo de que sirven de pedestal a la civilización, a la libertad y a la corrupción de un pequeño número. Por el contrario, han conservado la frescura de espíritu y de corazón. Moralizados por el trabajo, aunque forzado, han conservado un sentido de la justicia muy distinto de la justicia de los jurisconsultos y de los códigos; miserables ellos mismos, compadecen todas las miserias, han conservado un buen sentido no corrompido por los sofismas de la ciencia doctrinaria ni por las mentiras de la política, y como no han abusado ni siquiera de la vida, tienen fe en la vida».
Ahora bien, la única diferencia esencial que hay entre la sociedad moderna y las sociedades del pasado a este respecto consiste en que, desde la Revolución Francesa, han tomado conciencia de la existencia del abismo que media, entre las clases y, cada vez más, de la necesidad de colmarlo y superarlo. De aquí surgirá el socialismo.
Pero, ante todo, Bakunin quiere dejar en claro que no puede hablarse de federalismo en el sentido pleno y auténtico de la palabra, allí donde dicho abismo subsiste. En todo caso, se tratará de un federalismo parcial o, por mejor decir, abstracto, lo cual equivale a mutilado y falso.
Por más avanzada que parezca la constitución política de los estados del Sur de Norteamérica, toda ella queda desvirtuada por la infame e infamante institución de la esclavitud. ¿Cómo podría considerarse realmente «federal» un régimen que se sustenta en el trabajo forzado y la compraventa de seres humanos, siendo el federalismo, por definición, el producto del mutuo acuerdo y del libre pacto?
Si en algo se equivocó Bakunin, al juzgar a la Guerra Civil norteamericana, fue sin duda en el excesivo aprecio que demuestra por la constitución política y aun por las condiciones sociales de los Estados Unidos. Bakunin, que no conocía ese país sino de paso, conservaba una imagen romántica de la libre, republicana y laboriosa América, frente a la Europa de las monarquías absolutas, del feudalismo y del capitalismo opresivo.
Más aún, sobrevaloraba la constitución política de la confederación, las instituciones educacionales y hasta la situación de la clase obrera, siempre por contraposición con el viejo continente. Pero su claro instinto libertario le permitió ver desde el principio (cosa que no sucedió con Proudhon) el carácter «sacrílego» de la causa del Sur y la falsedad de su pretendido y cacareado «federalismo». En realidad, tal pretensión no era del todo nueva, ya que 70 años antes, durante los años de la Primera República francesa, los girondinos, que defendían los intereses de la burguesía provincial, también habían apelado al «federalismo» en beneficio de dicha burguesía y contra los intereses del pueblo, según lo hará notar Kropotkin en su gran obra histórica sobre la Revolución francesa.
La tesis de Bakunin puede resumirse diciendo que el federalismo político supone necesariamente lo que cabría llamarse un federalismo social y económico, o, dicho en otros términos, un socialismo libertario.
Así como no hay verdadero socialismo que no sea federalista, así no puede haber verdadero federalismo que no sea socialista.
Con irrebatible consecuencia, aunque sin duda también con excesivo optimismo en la apreciación de los hechos históricos, dice, en El oso de Berna y el oso de San Petersburgo: «La abolición de todo Estado político, la transformación de la federación económica, nacional e internacional; hacia ese objetivo marcha actualmente Europa».
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