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Polémica

El sindicalismo del porvenir

El sindicalismo del porvenir

Ricardo CID

Sobre el sindicalismo del siglo XXI cabría decir casi lo mismo que respondió Gandhi cuando le preguntaron sobre la civilización occidental: que sería una buena idea. Porque al igual que en la respuesta del líder de la lucha por la independencia de la India, lo que se ponía en cuestión era la existencia misma de una «civilización occidental», en nuestro caso el talón de Aquiles del sindicalismo radica en la duda sobre la existencia hoy de una clase trabajadora, el mito del proletariado como agente de transformación social que ha informado la historia del movimiento obrero desde el siglo XIX.

Estamos ante una sospecha que ha movido ríos de tinta en distintas épocas y circunstancias, desde la temprana «utopía» que describió Paul Lafargue bajo el título de «El derecho a la pereza», publicada en 1880, hasta las últimas obras de estudiosos como Andre Gorz, quien en su libro la Metamorfosis del trabajo y, sobre todo, en Adiós al proletariado, deconstruye el concepto para concluir que el porvenir de los asalariados, la asunción de una plena soberanía sobre sus vidas, puede estar precisamente en el rechazo del principio del trabajo. Como advertencia, Gorz nos recuerda que la palabra «trabajo» viene de «tripalium», una expresión con la que se designaba a un aparato de tortura.

Pero lo que a nosotros nos interesa es el sindicalismo, término compuesto de syn (con) y de dike (justicia), o sea el sistema de organización que se dieron los obreros para luchar contra la explotación en el mundo del trabajo. Teleología aún vigente, ya que a pesar de los impresionantes avances materiales, técnicos y científicos, la desigualdad en el trabajo y en el reparto social de los frutos del trabajo pervive como uno de los pilares del sistema de dominación capitalista. Un modelo éste muy cuestionado en estos momentos, aunque posiblemente padezca una crisis tan intensa, pero no más, como la del propio sindicalismo que pretende combatirlo. De ahí que la indagación sobre las causas de esa deserción podría servir para, sensu contrario, avizorar por dónde pueden discurrir los elementos para fundar el sindicalismo del siglo XXI. Porque no cabe ninguna duda que el sindicalismo del futuro habrá de ser un sindicalismo de nueva planta, que utilizará su legado para construir la honda con la que David obrero se enfrentará al Goliat del capital sin reproducirlo ventrílocuamente.

En este sentido, lo primero a constatar es que ya no estamos en el reino del «industrialismo puro y duro», un sistema productivo caracterizado por la coexistencia de una producción en masa y una masa de productores. Ese universo, que sirvió a Jeremías Bentham para idear su famoso panóptico desde el que se controlaban todos los rincones de la fábrica, es hoy una antigualla. Salvo algunos sectores «anacrónicos» que aún practican un trabajo en cadena (industria automovilística, construcción, textil, etc.) o sistemas productivos tecnológicamente deficitarios, el capitalismo trabaja en red y con red, y cada productor tiene su propio ámbito de desempeño, lo que conlleva retribuciones brutas acordes con esa función que, a su vez, le aíslan de otros productores de su entorno, prójimos distintos y distantes. La masificación cuna del sindicalismo clásico es un valor en retirada. Las relaciones de producción ya no impelen conciencia de clase porque el trabajador a tiempo parcial (8/24) se ha mistificado y complejizado con el consumidor para toda la vida (24/24) que todos llevamos dentro. y las formas de explotación degradadas de hoy en día (trabajo precario, inmigrantes, menores, mujeres, etc.) a menudo se encuentran neutraliza das por la indiferencia competitiva de la dualización laboral de las sociedades modernas (entre trabajadores fijos e intermitentes) que actúa como colchón social para la patronal y las centrales, en una nueva edición del sindicalismo vertical de otras épocas.

La cuestión social ha dejado de ubicarse en la perspectiva de la democracia industrial que exploraran Sidney y Beatrice Web en el célebre trabajo del mismo nombre publicado en 1898. La experiencia obrera no es un camino para la autonomía y la autoestima, esa especie de gimnasia revolucionaria que avanzaba la doctrina de un control obrero anticapitalista. La aceptación de la realidad del mundo del trabajo como único referente y la participación en el consumo parecen haber hecho posible ese equilibrio general entre clases, rectificando el por otra parte la siempre incumplida autorregulación entre oferta y demanda en el terreno de la teoría económica. Obreros y empresarios, productores y consumidores son vasos comunicantes. Y, sin embargo, es ahora cuando una redefinición de la «condición obrera» que reivindicaba Simone Weill podría ser más eficaz en la lucha por la justicia social (syndike). Los «empleadores» –un angelismo, como denominar Benemérita a la Guardia Civil– necesitan del consumo de los trabajadores para mantenerse, pero a su vez tienen que jibarizar su coste laboral para competir.

Se trata de una contradicción en sus términos que terminaría estallando si no existieran organizaciones sindicales verticalizadas, mercantilizadas y profesionalizadas para encauzar ese malestar y derivarlo a la esfera de la protección de intereses. La institucionalización de las centrales como un derecho fundamental en todas las constituciones democráticas es una conquista política pero también una prueba de la desactivación del sindicalismo, ya que como sostiene Jon Elster en «Ulises desatado» las constituciones conforman sobre todo campos de restricciones, en la misma línea de lo que recientemente sostiene Sheldon S. Wolin en «Democracia S.A.» respecto a la constitución americana de 1787. Aquí, el sindicalismo ha seguido el mismo camino que los de partidos políticos, que tras alcanzar legitimidad de ejercicio a través de los réditos de la representación se han convertido en organizaciones consustanciales al sistema, en el que habitan y prosperan, sin cuestionarlo de raíz. Moisei Orstrogorski y Robert Michels, en el siglo pasado, y Robert Dahl en su última investigación «La igualdad política», tienen científicamente probado el carácter conservador consustancial a toda gran estructura organizativa.

Hasta la altura de los años 70 la presión de las organizaciones sindicales había sido un elemento determinante en la configuración del Estado de Bienestar que se traducía en un reparto más equitativo de la riqueza social entre trabajo y capital y un cierto rearme moral. Sin embargo, coincidiendo con la primera crisis de la energía y el auge del neoliberalismo como baluarte doctrinal de las clases dominantes, se dio al traste con esa situación de rivalidad y por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial pudo verse a una clase obrera que asumía la cultura política del adversario. El posmarxista Gorz lo expresaba diciendo que «en el curso de los últimos veinte años se ha roto el hilo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el desarrollo de las contradicciones de clase», y constataba que «el capitalismo ha hecho nacer una nueva clase obrera (en un sentido más amplio: un asalariado) cuyos intereses, capacidades y cualificaciones están en función de las fuerzas productivas, funcionales a su vez con relación a la única racionalidad capitalista». Para concluir que el «sindicalismo no puede perpetuarse como movimiento portador de futuro más que si no limita su misión a la defensa de los intereses específicos de los trabajadores asalariados».

La prédica neoliberal, potenciada hasta niveles de auténtica ofensiva tras la desintegración de la Unión Soviética en el periodo 1989-9991, frenó en seco las tímidas políticas niveladoras y de extensión de derechos socio económicos comprometidas en la lógica de una economía que había llegado a un nivel de eficacia productiva nunca antes lograda, debido sobre todo a los continuos avances en el campo tecnológico. Atrás quedaban propuestas de socialización de la riqueza y reparto del tiempo de trabajo como factores de madurez civilizatoria. Así, en un documento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre «La ordenación de la jornada de trabajo», editado en Ginebra en 1977, podía leerse cosas como que «en la actualidad se trata de saber cómo trabajar menos, de manera diferente y mejor, para que el tiempo consagrado al trabajo, sin perjuicio para la producción y la productividad, se armonice con el tiempo de descanso y de ocio, de manera que satisfaga a la vez al individuo y a la comunidad». De ahí que no resultara chocante la información que el mismo documento de la OIT ofrecía referida a que «la Confederación Europea de Sindicatos (CES), en su segundo congreso estatutario, celebrado en Londres en abril de 1976, ha hecho suya, entre los medios propuestos para luchar contra el desempleo y la inflación, la sugerencia de reducir en todos los países de Europa la duración de la semana laboral a treinta y cinco horas y ampliar a cincos semanas las vacaciones pagadas». El viejo sueño de los Webb de aunar en un sólo afán la democracia política, la democracia del trabajo y la democracia industrial parecía maduro.

Por el contrario lo que tomó el relevo fue su reverso, aprovechando el aburguesamiento que el consumismo propiciaba entre amplias capas de la población y la inclusiva política de diálogo social y patriótico suscrito entre sindicatos y patronal. En palabras del intelectual anarquista Mercier Vega, «aunque cambió la situación material pero no la existencia [...] el gran proyecto de la emancipación colectiva está reemplazado por la esperanza más próxima del ascenso individual». y el profesor italiano Christian Marazzi, por su parte, da esta lapidaria definición: «el problema no es el capitalismo en sí; sino el capitalismo en mí». De esta manera se cortaba el nudo gordiano que había hecho de la solidaridad Oa eclipsada fraternidad republicana) una de las constantes de las reivindicaciones obreras, facilitando una dinámica que liquidaba las experiencias en la base como factor de dinámica social y concentraba en el aparato del sindicato y sus cúpulas la administración de la casuística laboral de sus afiliados.

Esa mutación implica la asimilación de una cultura de resignación por parte de los trabajadores que, añadida a la cada vez más patente dimensión consumista de los «desposeídos» de otros tiempos, hace posible que en momentos como el de la crisis sistémica actual, contagiada por la voracidad depredadora del capitalismo financiero, la ciudadanía acepte como normal que el rescate del capital privado fallido y bribón se haga a costa del dinero público sin más contrapartidas que vagas promesas de la clase gubernamental que ha pilotado de oficio la operación Robin Hood al revés, expropiar a los pobres para capitalizar a los ricos. y choca más si tenemos en cuenta el contexto de devastación del mundo del trabajo en España y la política procapitalista con que se está gestionando la crisis. A la altura de mayo de 2009 ese marco significa: un paro del 17,3% de la población activa (el doble que la media de la Unión Europea), cifra que alcanza al 29,5% en el caso de los jóvenes de menos de 25 años; más de 1 millón de personas sin subsidio de desempleo y otro millón de familias que tienen a todos sus miembros en paro; un 30% de contratos de trabajo temporales; 11 millones de empleados con un salario mensual inferior a 1.100 euros y, por contraste, más de 3 millones de funcionarios trabajando en las distintas administraciones del Estado.

La deriva del sindicalismo de tradición transformadora hacia el verticalismo sindical de consenso y pacto ha tenido en el caso de España uno de sus principales referentes a partir de los Pactos de La Moncloa firmados por los partidos en 1977 y secundados por las centrales sindicales llamadas representativas (con una de las tasas de afiliación más bajas de Europa) empotradas en las formaciones políticas de izquierda proclives a la reforma democrática. A partir de ese momento, y particularmente tras la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, que formalmente desterraba la etapa antisindicalista de la dictadura, las pautas del neoliberalismo fueron ganando terreno hasta instaurar un modelo productivo de socialización de las pérdidas, privatización de las ganancias y sistemática destrucción de la calidad del empleo como excusa contra la inflación. La clave de las sucesivas reformas laborales emprendidas durante la democracia ha consistido en una transferencia de renta real del trabajo al capital, con solidando una economía de tipo rentista, subsidiada, neoproteccionista, intensiva en mano de obra precaria y barata, escasamente innovadora y empresarialmente conservadora. Limitaciones en los tiempos y cuantías de la percepción del desempleo; generalización de contratos precarios y otras fórmulas para disminuir las partidas de las prestaciones sociales del trabajador han sido los mecanismos empleados desde la patronal y el gobierno, en consuno a menudo con los sindicatos mayoritarios, para optimizar el relanzamiento económico sin exponer los recursos propios necesarios. La primera medida que propuso la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), el buque insignia de la patronal española, para afrontar la crisis fue disponer del Fondo de Reserva de la Seguridad Social. Lo aventuró su presidente Díaz Ferrán, el mismo que pidiera «abrir un paréntesis en la economía de mercado» como paliativo ante el crac en ciernes y el mismo también que en el acto de su toma de posesión, en presencia de los líderes sindicales, afirmara olímpicamente que «la mejor empresa pública es la que no existe».

El balance del sindicalismo placebo, tras las cinco grandes y sonadas «reformas» habidas en la legislación laboral de la democracia (años 1984, 1994, 1997, 2001 Y 2006) se ha traducido en un claro recorte de derechos, según el título del estudio realizado por la profesora de la Universidad del País Vasco Isabel Otxoa, quien señala como hilo conductor de la involución el hecho de que la filosofía de la igualdad de oportunidades se haya impuesto al principio de la igualdad de derechos. En ocasiones con el apoyo de las centrales y en otras con su oposición, a veces impulsadas por un gobierno de izquierdas y más frecuentemente desde uno conservador, se han suprimido derechos mínimos como el descanso semanal y la imposibilidad de sufrir un despido improcedente durante el periodo de baja; introducido los contratos flexibles; reducido las prestaciones sociales; creado empresas privadas de trabajo temporal y abaratadas las indemnizaciones por despido. En estos mismos momentos existe una conspiración mediática, política y académica para hacer creer a la opinión pública que la única medida eficaz para solucionar la crisis pasa por ampliar la edad de jubilación y reducir nuevamente la indemnización por despido. Poco importa el contrasentido que significa alargar la vida laboral cuando hay millones de personas demandando un puesto de trabajo. Lo que es bueno para el capital es bueno para la sociedad. Aunque el peso de las rentas salariales respecto al PIB hayan retrocedido 2,4 puntos entre 1995 y 2007, mientras en el mismo periodo el de las empresariales no haya dejado de crecer. La sanción legal de los privilegios que esas estadísticas denuncian tuvo su espasmo bufo con la noticia de que la Unión Europea había suspendido la cumbre sobre el empleo por falta de ideas.

El sindicalismo del siglo XXI debe traducir a la conciencia actual, del individuo y de los colectivos, la divisa de la Primera Internacional «la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos», repensando el concepto de «trabajador» y la nueva condición obrera que brota entre los restos de la vieja. Lo que significa ser una organización radical, reivindicativa, reformista, solidaria, integral, garantista de derechos laborales y promotora de extensión de nuevas libertades. El nuevo sindicalismo necesita enrocarse en la defensa de los sectores más vulnerables (emigrantes, mujeres, jóvenes, etc.) y al mismo tiempo trasladar a la ciudadanía, de la que forma parte, un mensaje de compromiso y empatía que rompa el encapsulamiento de intereses que hace del trabajador y del consumidor compartimentos estancos y, por etapas, adversarios irreconocibles. Ha de ser, en suma, un sindicalismo ético y rabiosamente democrático que desarrolle en la práctica diaria valores sostenibles que definan una cultura libertaria y autogestionaria, a cuyo objetivo debe subordinarse cualquier proyecto político. Un movimiento continuo de democracia de proximidad (de abajo-arriba y de dentro-afuera) que, frente a la irracionalidad económica del capital, propicie el establecimiento de la empresa libre como alternativa eficiente y emancipadora para todos los que trabajan por el bienestar de la humanidad.

En ese nuevo sindicalismo por venir puede estar el porvenir del sindicalismo del siglo XXI.

Publicado en Polémica, n.º 96, octubre de 2009

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